LA VELOCIDAD Y LAS FORMAS JURÍDICAS: PRISIÓN PREVENTIVA EN TIEMPOS DE FLAGRANCIA.






Por Ezequiel Kostenwein.






“¿Qué son, en última instancia, las verdades del hombre, sino sus errores irrefutables?”
F. Nietzsche.

“Cuando un vehículo alcanza su velocidad, condiciona de ese modo mi relación con el espacio. Soy vestido y cubierto por la velocidad. Estando ahora aquí sentados, estamos rodeados por la velocidad del vivir y del ser.”
P. Virilio.



Desde mediados de 2005 se está llevando adelante en la Provincia de Buenos Aires un proceso de fortalecimiento del sistema acusatorio[2] que tuvo como puntapié inicial el Plan piloto realizado en el Departamento Judicial de Mar del Plata. Algunos de sus principales objetivos han sido promover el vigor de las garantías constitucionales junto con las normas del debido proceso, para así mejorar el modelo y la capacidad de servicio de respuesta del sistema penal en torno a los distintos conflictos.
Uno de los rasgos salientes de esta transformación es el lapso de tiempo en que dicho proceso debe llevarse adelante, el cual se encuentra muy por debajo de los plazos ordinarios. Todo esto nos ha empujado a explorar desde una perspectiva socio-jurídica una serie de elementos que en este esquema se encuentran presentes, a saber, la consecución de la verdad a través de formas muy precisas que coadyuvan para intentar alcanzarla, incluyéndose en esto la velocidad que caracteriza la propuesta. Acto seguido, intentaremos evaluar qué vinculo existe entre este proceso de flagrancia y aquello que entendemos por política criminal. A medida que vayamos avanzando en el desarrollo del trabajo, buscaremos pensar qué lugar ofrece la prisión preventiva (en adelante, PP), en tanto práctica judicial compleja.
En síntesis, verdad, formas jurídicas, velocidad, política criminal y la cautelar de la PP forman el pentágono que, al menos en parte, procuraremos explicar.

Nacido el 4 de Julio.- Para situarnos algo mejor en nuestro problema, deberíamos comenzar por el año 1998. En aquel entonces, y más exactamente durante el mes de septiembre, en la Provincia de Buenos Aires comienza a regir la ley 11.922, la cual sustituyó al anterior Código Procesal Penal (en adelante, CPPBA), e introdujo el sistema acusatorio en remplazo del inquisitivo[3]; o mejor dicho, hizo posible el inicio del trayecto orientado hacia un proceso de tipo acusatorio. Como consecuencia, se instituye una precisa división de tareas en torno a la averiguación de la verdad: por un lado, es el Fiscal quien ejerce la acción pública a través de la investigación penal preparatoria (en adelante, IPP); por otro, la Defensa del imputado es la que se encarga de su asesoramiento y asistencia legal a lo largo de todo el proceso; por último, el Juez de Garantías es quien acredita la legalidad del procedimiento en la IPP, con la tarea, crucial para nuestros intereses, de imponer o hacer cesar medidas de coerción.
Al ser esta una reforma de envergadura, se reconoció desde el comienzo que ese cambio normativo no sería suficiente para lograr el funcionamiento deseado del sistema procesal acusatorio; en otros términos, que al ir implementándose en el tiempo dichas modificaciones resultaría imperioso nuevos ajustes.
Consecuencia de esto fue, en el año 2004 (leyes 13.183[4] y 13.260[5]), una nueva reforma legislativa al CPPBA que introdujo, entre otras innovaciones, el “Procedimiento en caso de flagrancia”. En los fundamentos de la ley 13.183 se hallan expuestos como propósitos: (a) optimizar las intervenciones estatales del sistema penal bonaerense, otorgándoles mayor eficacia, sin detrimento de las garantías individuales, y (b) simplificar el trámite y acelerar los procesos, mediante la mejor coordinación de la actividad de las partes, la concentración de peticiones y la simplificación de las formalidades.
Como núcleo de la reforma se propició la utilización de criterios de oportunidad (como el archivo de actuaciones o la suspensión del juicio a prueba), y de procedimientos abreviados (representados por el juicio abreviado y el procedimiento en caso de flagrancia), en tanto forma de resolver los conflictos de poca relevancia o de prueba sencilla, para de esa manera aplicar los recursos institucionales a las investigaciones más trascendentes, como por ejemplo delitos graves o complejos, crimen organizado, etc..
Se ha considerado al dispositivo que nos convoca, esto es, al plan de flagrancia, como una de las técnicas tendiente a la consecución de esos objetivos. Ahora bien, ¿qué es exactamente el procedimiento del que genéricamente venimos hablando? Según el artículo 154 del CPPBA, “Se considera que hay flagrancia cuando el autor del hecho es sorprendido en el momento de cometerlo o inmediatamente después, o mientras es perseguido por la fuerza pública, el ofendido o el público, o mientras tiene objetos o presenta rastros que hagan presumir que acaba de participar en un delito”[6]. Encontramos aquí la descripción legal de lo que debe entenderse, ajustadamente, por delito en flagrancia, incumbiéndonos completarlo con aquello que las reformas del Título I bis del Libro II del CPPBA (Leyes 13183 y 13260) significaron para el tratamiento concreto en caso de que un evento así definido acontezca. Así las cosas, el artículo 284 bis reza: “El procedimiento de flagrancia que se establece en este Título, es de aplicación en los supuestos previstos por el artículo 154°, tratándose de delitos dolosos cuya pena máxima no exceda de quince (15) años de prisión o reclusión, o tratándose de un concurso de delitos ninguno de ellos supere dicho monto…. Las presentes disposiciones serán también aplicables, en lo pertinente, cuando se tratare de supuestos de flagrancia en delitos dolosos de acción pública sancionados con pena no privativa de libertad”. Expuesto esto necesitamos pormenorizar aquello que forma parte insoslayable de nuestro análisis: la velocidad en las referidas formas jurídicas.
Una vez que el Fiscal conozca sobre la aprehensión de la o las personas deberá, dentro de las 48 horas –excepto resolución fundada- declarar el caso como de flagrancia y si fuera pertinente, solicitar al Juez de Garantías que transforme la aprehensión en detención. Esta declaración deberá notificarse a la defensa seguidamente “y en caso de discrepancia con indicación específica de los motivos de agravio y sus fundamentos, sólo será susceptible de revisión por parte del Juez de Garantías, dentro de las cuarenta y ocho (48) horas de realizada la notificación” (Art. 284 ter, Ley 13.943). Luego de esto, “El Fiscal deberá disponer la identificación inmediata del imputado y solicitar la certificación de sus antecedentes, la información ambiental y cumplir con las pericias que resulten necesarias para completar la investigación, todo, en un término no mayor de veinte (20) días desde la aprehensión, el que podrá ser prorrogado a requerimiento del Agente Fiscal por veinte (20) días más por resolución fundada del Juez de Garantías” (Art. 284 quater). Dentro de ese mismo plazo -20 días, prorrogables por otros 20-, el Fiscal, el imputado y su Defensor estarán en condiciones de pedir al Juez de Garantías la suspensión del juicio a prueba, allanarse a juicio abreviado o a juicio directísimo, según corresponda. Transcurrido ese lapso de tiempo, sin que las partes requieran suspensión del juicio a prueba o el sometimiento a juicio abreviado, “el Fiscal procederá en el término de cinco (5) días a formular por escrito la requisitoria de elevación a juicio, y al mismo tiempo, si el imputado se encontrare detenido, solicitar la prisión preventiva. Dichas peticiones y la decisión del Juez de Garantías deberán ajustarse a lo establecido por los artículos 334° y siguientes, y 157° y 158° respectivamente”.
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Hecha esta cartografía normativa, pasemos a las prácticas judiciales. En diciembre de 2004 se diseña un acuerdo firmado por la Procuración General de la Provincia, el Ministerio de Justicia, el Centro de Estudios de Justicia de las Américas (en adelante, CEJA) y el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (en adelante, INECIP), al que posteriormente se adhirió la Suprema Corte de Justicia, que buscó profundizar las bondades del ya mencionado sistema acusatorio. Este proyecto, orientado principalmente a la actuación de los operadores judiciales, debía lograr sus metas sin realizar modificaciones legislativas y disponiendo, a su vez, de los mismos recursos humanos, económicos y materiales.
Uno de sus resultados fue la confección de un informe que planteó algunos inconvenientes de tipo operativo que estrechaban el grueso de los beneficios de la reforma de la ley 11.922, como por ejemplo la carencia o debilidad de los sistemas de información; la imposibilidad de traducir en nuevos métodos de trabajo, dentro de la actividad preparatoria por parte del Ministerio Público, a la flexibilización y desformalización; la ausencia de una práctica de realización de audiencias orales y públicas en la etapa preparatoria y en especial en el control de las medidas de coerción; o la falta de un sistema de gestión de audiencias de juicio oral que organice las audiencias con todos los operadores (Gómez Urso y Paolini, 2008: 35-7).
En dicho Informe Evaluativo, a cargo del CEJA y el INECIP, puede leerse que “el objetivo general del proyecto fue el de profundizar el proceso de implementación del sistema acusatorio que había sido introducido en la reforma del año 1998. Con este propósito se pretendió incorporar la metodología de audiencias orales tempranas frente al juez de garantías como mecanismo destinado a fortalecer los valores originales de la reforma, tanto en cuanto a dar vigencia a las garantías del debido proceso como en cuanto a lograr una mayor rapidez y eficacia en el funcionamiento de las diversas etapas del sistema” (INECIP-CEJA, 2006: 49). Respecto al resguardo de las garantías, con la propuesta de las audiencias tempranas se procuraron materializar los principios del debido proceso que subyacen en el formato de juicio oral, y que a menudo se ven afectados por hechos como la dilación en los trámites o la masiva utilización de la PP, entre otros.
Más adelante encontramos que, “en cuanto a la eficacia en el funcionamiento del sistema se pretendía que esta aumentara por la vía del acortamiento sustancial de la duración de los procedimientos…. En el caso de que el resultado fuera un juicio oral se pretendió llegar a esta etapa rápidamente. Para los demás casos en que aparecían viables otras formas de solución del conflicto, se buscó que las audiencias las hicieran operativas en etapas muy tempranas del procedimiento. En todos los casos se pretendió que las audiencias orales obligaran a los fiscales y defensores a analizar en profundidad el caso y a tomar sus decisiones estratégicas prontamente, evitando así la prolongación innecesaria de casos sencillos de resolver.” (Ibíd.). Como vemos, la nomenclatura utilizada en este informe, y que nosotros destacamos, pondera el sitio privilegiado que posee la velocidad dentro de las formas jurídicas que sirven de marco para las decisiones judiciales. O en otros términos, que toda decisión judicial a la que apunte este informe debe evaluarse como resultado de una compleja relación entre la velocidad y las formas jurídicas.
A grandes rasgos, así se llega a la implementación del Plan piloto para el Fortalecimiento del Sistema Acusatorio en el Departamento Judicial de Mar del Plata, perteneciente a la Provincia de Buenos Aires; el 4 de julio de 2005 comenzó a funcionar entonces la Oficina de Gestión de Audiencias de Flagrancia[7] (en adelante, OGA), en la cual los operadores del sistema, esto es, los Fiscales, Defensores y Jueces de Garantías, llevan adelante la litigación del proceso en audiencias orales que anteceden a la etapa del juicio.
Debido a los auspiciosos resultados de la primera puesta en práctica en Mar del Plata, el máximo tribunal provincial, junto a la Procuración General, el Ministerio de Justicia y el CEJA, firmaron un nuevo convenio a través del cual promovieron la extensión progresiva de la experiencia para casos de flagrancia al resto de los departamentos judiciales, hasta comprender al día de hoy toda la Provincia. En una primera etapa en Zárate – Campana y San Martín (fines de 2006), y en una segunda en Necochea y Pergamino (julio de 2007) y La Matanza y Mercedes (agosto de 2007). Los departamentos judiciales donde continuó la paulatina materialización del Plan han sido Junín, Trenque Lauquen (noviembre de 2007), Morón y Bahía Blanca (mayo de 2008); en La Plata se implementó en febrero de 2009 (Iud y Hazan, 2009: 196).
Entre tanto se extendía el Plan de flagrancia, merced al cambio de prácticas de los operadores jurídicos, y no a una modificación legislativa, se elaboró un Protocolo de actuación para los casos comprendidos en el mismo, que posteriormente fue sugerido como proyecto ante la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, siendo sancionado y promulgado como la ley 13.811[8].
Lo que intentamos insinuar con el párrafo anterior es la manera inusual respecto de cómo se impulsó este derrotero: la reforma legislativa resultó ser el producto de las destrezas que los agentes judiciales habían ido desarrollando previamente, y no a la inversa: “El presente proyecto de ley propone la normativiazación de aquellas prácticas que se han demostrado como más efectivas y que han gozado del mayor consenso de los operadores del sistema en los distintos lugares donde se lleva adelante la experiencia. Se trata de una propuesta minimalista desde el plano normativo” (Gómez Urso y Paolini, 2008: 162). Esto quiere decir que la reglamentación legal refrendó las prácticas que los trabajadores del proceso de flagrancia habían comenzado a desplegar, transformando en obligatoria su aplicación en los departamentos judiciales de la Provincia, dentro de los cuales se haya puesto en marcha el “Plan para el fortalecimiento del sistema acusatorio”, y en los que gradualmente se incorporen al mismo (Art. 1, ley 13.811).
El cuidado de la verdad.- Podemos decir que el modelo de flagrancia del que venimos hablando aparece como una herramienta tendiente a optimizar las intervenciones del sistema penal bonaerense, simplificando y acelerando los trámites del proceso.
Ahora bien, ¿qué subyace y parece no habérsele dado la suficiente importancia? Que este modelo, como tal, está dirigido hacia la consecución de la verdad, o en otros términos, que sigue siendo esta última la que debe orientar tanto a la optimización, como a la simplificación y a la aceleración que pretendan alcanzarse; “la finalidad práctica del proceso es la declaración de certeza de la verdad en relación al hecho concreto, y a la aplicación de sus consecuencias jurídicas” (Levene, 1993: 9).
Pero entonces, ¿qué observamos si le prestamos atención a los componentes que ha venido diseñando el proceso de flagrancia? Es probable que uno de los rasgos de estas nuevas prácticas, de estos nuevos cambios legislativos y sus fundamentos, y de estos nuevos informes agenciales (CEJA, INECIP), sea el descuido respecto de la cuestión de la verdad. Tomemos el camino inverso.
Sin siquiera tener que alejarnos del ámbito estrictamente jurídico, encontramos numerosos relatos que enfatizan sobre la vital importancia que en el proceso tiene la consecución de la verdad, la averiguación de la verdad como meta del procedimiento penal (Maier 1b, 1989: 562)[9].
Suele decirse en esta literatura que la verdad es la identidad o avenencia entre lo que pensamos y aquello sobre lo que pensamos, o bien, entre nuestra representación de un hecho determinado y su realidad ontológica. En estos términos, alcanzamos la verdad cuando la relación de conocimiento que existe entre un sujeto cognoscente y un objeto cognoscible concluye exitosamente.
¿Por qué nos detenemos en esto? Digamos que el proceso judicial en general, y el de flagrancia en particular, se hallan atravesados por esta problemática, ya que ambos son, “en gran medida, un método, regulado jurídicamente, de investigación histórica, precisamente porque uno de sus fines…, consiste en el intento de averiguar la verdad acerca de una hipótesis histórica, positiva o negativa, que constituye el objeto de procedimiento” (Ibíd.: 565-6).
Dicho esto, urge apuntar otra cosa que surcará de aquí en adelante nuestro trabajo: la búsqueda que el procedimiento penal lleva adelante está decididamente condicionada por un conjunto de reglas que al momento de utilizarse, dejan ver ciertos elementos y ocultan otros. Estas reglas procesales son construidas por, pero a su vez se transforman ellas mismas en constructoras de, la realidad social que están investigando.
El acontecimiento que el proceso penal indaga cuenta con un sinfín de circunstancias que no pueden todas ellas ser exploradas, de allí que deban ser recortadas y ponderadas unas por sobre otras ¿Qué implica esto? Como algunas de ellas resultan evidenciadas y otras veladas, ocurre que no se toma la realidad de un hecho en su conjunto, por lo que el proceso va diseñando un nuevo acontecimiento que en definitiva resulta distinto del que efectivamente ocurrió. Para ser más claros, el objeto del proceso -lo que éste investigará- viene dado por la ley penal, y esta última es la que conceptualiza artificial y parcialmente una serie finita de comportamientos, acerca de los cuales detalla qué tendrá importancia, e indirectamente qué se considerará irrelevante[10].
Como empezamos a comprobar, esta juridización del evento no resulta ni imparcial ni equilibrada, ya que la construcción del objeto del proceso y la de los instrumentos para alcanzar la verdad en ese mismo proceso, a su vez construyen la realidad social que intentan explicar; o lo que es lo mismo, estas especificaciones proyectan “lo visible y lo invisible, lo pensable y lo impensable [del hecho investigado]; y como todas las categorías sociales, encubren tanto como revelan y pueden revelar sólo por encubrimiento” (Bourdieu, 2001: 72).
Algo ya redimidos de una mirada canónica respecto de la verdad procesal penal, sería bueno profundizar justamente en un concepto no jurídico de la misma, para luego atender a su relación con las prácticas judiciales, y por último hacer corresponder estas conclusiones con las particularidades que adquiere en el modelo de flagrancia.
Dicho muy esquemáticamente, ¿es cierto que los delitos que ingresan en este proceso resultan ser de más sencilla resolución que el resto de los delitos que se investigan por fuera de él? Esto puede tener asidero sólo si aceptamos las directrices de la gramática jurídico-procesal que venimos analizando, pero nuestra preocupación no es jurídico-procesal, sino socio-jurídica, y es por ello que rastrearemos primordialmente no a las normas legales, sino a las prácticas de quienes están legitimados para monopolizarlas en nombre del Estado, y los efectos de poder que tienen para la construcción de nuevas subjetividades dada una celeridad distinta que otrora. Concretamente, como venimos aludiendo, nuestro tema es la velocidad y las formas jurídicas.
Recordar a Foucault.- Desobedeciendo a J. Baudrillard (1994), iremos tras la huellas de M. Foucault, quien bajo el patrocinio nietzscheano concibe el quehacer filosófico no tanto como la exploración de una verdad intemporal sino más bien como la elaboración de un diagnóstico de lo actual. De alguna manera, se puede pensar a la obra del filósofo francés como una búsqueda del sentido histórico de la verdad (Foucault, 1992; Castro, 2004).
En un autorizado tributo a nuestro autor, Paul Veyne afirmó que aquello que se opone al tiempo de la misma manera que lo hace a la eternidad es, llanamente, la actualidad valorizante. Esta última es la que va definiendo continuamente el lugar del luchador en la batalla por conquistar lo cierto de sus propias valoraciones, debido a que éstas últimas no resultan, en sí mismas, ni verdaderas ni falsas: “La filosofía de Nietzsche, gustaba de repetir Foucault, no es una filosofía de la verdad sino del decir la verdad. Para un guerrero las verdades son inútiles e incluso resulta excesivo decir que son inaccesibles…; creyendo buscar la verdad de las cosas, los hombres sólo llegan a fijarse las reglas de acuerdo a las cuales lo dicho será tenido por verdadero o falso. En este sentido, el saber no sólo está vinculado a los poderes como arma del poder o él mismo poder al tiempo que saber: él sólo es poder, radicalmente, pues no se puede decir la verdad más que por la fuerza de las reglas impuestas un día u otro por una historia cuyos individuos son a la vez y mutuamente actores y víctimas. Se entiende, pues, por verdades no las proposiciones verdaderas que hay que descubrir o aceptar sino el conjunto de las reglas que permiten decir y reconocer proposiciones tenidas por verdaderas” (1996: 50). Espaciosa cita, desde luego, pero veamos qué nos ofrece.
Lo que existe en todo caso para Foucault, según el retrato de Veyne, son maneras siempre flotantes de valorar que producen formas ritualizadas de obtener un resultado, anhelado por unos y objetado por otros; el proceso de flagrancia resulta un ejemplo provocativo respecto de esta afirmación. Ahora bien, y deseando no caer en el generalizado impulso actual de alzarse como escriba de Foucault, nosotros debilitaríamos la afirmación según la cual éste último, en tanto guerrero, considera a la verdad como inútil.
Tampoco es necesario hacer de esto una disputa semántica, sino recorrer un espacio algo descuidado por Veyne que nos acerque al problema aquí planteado. Esto es, comenzar a delinear qué aportes ha realizado en torno a la definición y construcción de la verdad M. Foucualt para intentar detonar desde allí ciertas herramientas que nos ofrezcan una comprensión práctica de nuestro proceso penal en general, y del de flagrancia en particular (Foucault, 1982: 66, 78).
Acaso los primeros interrogantes a develar sean los siguientes: ¿qué debemos entender aquí por “verdad”? ¿Es posible acceder a ella? Si esto es así, ¿de qué manera? Si logramos resolver estas demandas, estaremos cumpliendo con una exigencia metodológica significativa, razón por la cual creemos atinado hacerlo con cautela.
Como primera medida, la verdad no sería algo dado que estamos en condiciones, a partir del ejercicio de alguna facultad, de poder esclarecer; en todo caso, la verdad, en lugar de tener que ser descubierta, es aquello que admite producir un horizonte de sentido, o más exactamente, un régimen de verdad. El conjunto de procedimientos que este último consigue sistematizar permite el funcionamiento de distintos tipos de enunciados[11] que son mantenidos por aquellos sistemas de poder[12] al que pertenecen.
Esto, dicho tan linealmente, puede llamar a confusión: el derrotero descripto es simultáneamente efecto y transductor de un enfrentamiento por esa verdad, tal cual la venimos definiendo; o expresado aún más llanamente, lo que se genera no es resultado del consenso o la puesta en común en relación a lo que sería la verdad, sino una lucha o combate por ella. No se toma a esta última como significación verdadera que una vez descubierta sólo queda aceptarla, sino como una serie de pautas que distinguen lo verdadero de lo falso junto a los mecanismos por medio de los cuales esta distinción se hace posible, y los respectivos efectos de poder que estas operaciones desencadenan: ¿es inocente o culpable un imputado?, ¿por qué reglas se llega a una sentencia semejante?, ¿qué consecuencias acarrea en él dicho veredicto[13]?
Este estatuto en torno a lo verdadero, o lo que sería lo mismo, a una economía política de la verdad, tendría para Foucault algunas características destacadas, a saber: su producción está agrupada en organizaciones catalogadas como científicas; es divulgada y absorbida por usinas educativas e informativas; la producción y difusión están a cargo, de modo hegemónico, de ciertas instituciones como la escuela, la universidad o los medios de comunicación. Por lo tanto, y en palabras que tomamos del filósofo francés, “Lo importante, creo, es que la verdad no está fuera del poder, ni sin poder (no es, a pesar de un mito, del que seria preciso reconstruir la historia y las funciones, la recompensa de los espíritus libres, el hijo de largas soledades, el privilegio de aquellos que han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su política general de la verdad: es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos a falsos, la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados de decir qué es la que funciona coma verdadero” (Foucault, 1992: 198).
Según entendemos, el lugar de la verdad no es para nada desdeñable en este programa, mucho menos inútil: oscila entre la necesidad que todo régimen político tiene de la misma, es decir, de la ineludible función de decir lo verdadero, y el riesgo de querer prescribir esa función incuestionablemente (Foucault, 1999: 380).
Luego de esto, estamos mejor emplazados para plantearnos, ¿cuáles son las imposiciones que el proceso de flagrancia supone para la obtención de la verdad? ¿Qué efectos genera? ¿Hay cambios en nuestra sociedad que nos permitan vislumbrar mutaciones en su régimen de verdad?
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Con algo de humor, podríamos afirmar que a Foucault hay que tomarlo en serio cuando no cita a K. Marx (Foucault, 1992: 108-9), de la misma manera que cuando sí lo hace con F. Nietzsche. Y esto último es consumado con brío en un célebre artículo intitulado Nietzsche, la genealogía, la historia (1971), y en sus conferencias ofrecidas durante el año 1973 en Río de Janeiro, que se conocen bajo el nombre La verdad y las formas jurídicas. Dejaremos para después los coloquios en Brasil, para ocuparnos ahora del primero de los trabajos mencionados.
Nietzsche ha influido a muchos coetáneos y a otros tantos coterráneos de Foucault. Un caso elevado es el de G. Deleuze, amigo y admirador del nacido en Poitiers, que unos años antes de estos escritos foucaultianos, supo diseñar una brillante monografía sobre el filósofo alemán: Nietzsche y la filosofía (1967 [2000]). Allí trata de pensar, entre otras cosas, cuál es el concepto de verdad que ofrece el autor de El anticristo.
Partiendo de la idea según la cual la verdad se ha tomado siempre como esencia –y como esencial-, resultará imprescindible someterla a una severa crítica, poner en entredicho alguna vez el valor de la verdad (Nietzsche, 1986: 193): “¿Quién busca la verdad?, es decir, ¿qué quiere el que busca la verdad? ¿Cuál es su tipo, su voluntad de poder[14]? Intentemos comprender la naturaleza de esta insuficiencia de la filosofía. Todo el mundo sabe que, de hecho, el hombre raramente busca la verdad: nuestros intereses, y también nuestra estupidez, nos alejan más que nuestros errores de lo verdadero. Pero los filósofos pretenden que el pensamiento, en tanto que pensamiento, busca la verdad, que ama «por derecho» la verdad, que quiere «por derecho» la verdad” (Deleuze, 2000: 134). Señalamos esto porque no hace más que ayudarnos a comprender mejor los planteos que Foucault realizará, con matices sumamente originales, sobre esta problemática.
Como se puede observar, a partir de Nietzsche el modo de formular la pregunta ha cambiado: lo vital deja de ser la cuestión acerca de qué es –o sea- la verdad, sino más bien, ¿qué quiere el que asegura que busca la verdad? Se nos podrá interrogar con toda legitimidad respecto de la validez de este procedimiento, y la respuesta que daremos vale tanto para éste filósofo como para los dos pensadores franceses: en todos ellos, la verdad siempre está enunciando una voluntad, y es a esta última a la que hay que interrogar; es esta última la única que nos podrá dilucidar quién busca efectivamente la verdad ¿Quién lo hace? ¿El imputado? ¿La víctima? ¿El Fiscal? ¿El Defensor? ¿El Juez? A primera vista, podrían resultar ingenuos estos interrogantes, pero las múltiples imposiciones que cada uno de estos actores puede ejercer en la búsqueda nos invita a tomarnos las cosas con serenidad.
Poder contestar a la pregunta ¿qué quiere el que… busca la verdad?, es considerablemente más instructivo que hacerlo a otra así expresada: ¿qué es la verdad? Y esto porque querer no es una actividad cualquiera, sino la instancia genética y crítica de todas nuestras acciones, sentimientos y pensamientos (Ibíd.: 112). Podríamos reformular para nuestros intereses la pregunta, y decir: ¿Qué quieren aquellos que, por medio del proceso de flagrancia y su velocidad intrínseca, buscan la verdad? La respuesta, aunque precaria aún, debería hacernos pensar en el ejercicio de una voluntad que permita aquilatar aquella verdad buscada como síntoma de un modo de existencia: “¿qué modo de existencia implica todo ello? Hay cosas que no se pueden hacer ni decir más que desde cierta mezquindad anímica, desde el rencor o la venganza contra la vida. A veces basta un gesto o una palabra. Son los estilos de vida, siempre implicados, quienes nos constituyen como tal o cual” (Deleuze, 1999: 142).
Es en esta dirección que nos parece atinado leer la diferencia que Foucault (1992) realiza entre una historia para los historiadores y el sentido histórico propio del genealogista. La primera, más próxima a ordenar progresivamente los distintos acontecimientos, sujetándolos a cierta coherencia rectora, se preguntará: ¿qué es la verdad?; el segundo, en cambio, tomando a los hechos en su especificidad, a partir de aquello que los vuelve distintivos, le interesará saber ¿qué quiere el que quiere la verdad?[15] Vemos así una bifurcación sinuosa, cuyo primer sendero imagina “…el origen como lugar de la verdad. Punto absolutamente retrotraído, y anterior a todo conocimiento positivo,… [que] estaría ligado a esta articulación inevitablemente perdida en la que la verdad de las cosas enlaza con una verdad de los discursos que la oscurece al mismo tiempo y la pierde” (Foucault, 1992: 11). Pero existe otra perspectiva posible de admitir: “…detrás de la verdad, siempre reciente, avara y comedida, está la proliferación milenaria de los errores. No creamos más «que la verdad permanece verdad cuando se le arranca la venda; hemos vivido demasiado para estar persuadidos de ello». La verdad, especie de error que tiene para sí misma el poder de no poder ser refutada sin duda porque el largo conocimiento de la historia la ha hecho inalterable. Y además la cuestión misma de la verdad, el derecho que ella se procura para refutar el error o para oponerse a la apariencia, la manera en la que poco a poco se hace accesible a los sabios,… -¿todo esto no es una historia, la historia de un error que lleva por nombre verdad?-. La verdad y su reino originario han tenido su historia en la historia” (Ibíd.). Así las cosas, lo que transforma en estrictamente nietzscheana la elaboración de Foucault es el empeño por desistir de una totalidad histórica que logre recomponer finalmente la multiplicidad constitutiva de los diferentes acontecimientos. No es dable hallar una referencia por fuera de aquello que efectivamente está sucediendo; no hay magnetita que reúna coherentemente la miríada de fenómenos que irrumpen incesantemente.
No es la necesidad, sino el azar aquello que prevalece, de allí su temible aseveración: “…es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente” (Ibíd.: 13).
Luego de lo dicho, y tomando estas herramientas metodológicas, nos podemos preguntar: los tipos penales que son el objeto del proceso de flagrancia, ¿también tienen su historia en la historia del derecho penal?, y el bien jurídico que protegen, como por ejemplo la vida, el honor, la libertad, la propiedad o el orden público, ¿está dado o es construido? El bien jurídico en el derecho penal es la verdad para la justicia, pero esta verdad, ¿está dada o es construida?, ¿bajo que condiciones?, ¿en torno a qué tipo de voluntades? Al responder esto asumiremos una posición que coloreará muchas de nuestras conclusiones al respecto.
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Una inquietud saludable que puede haber ido forjándose a lo largo de estas últimas páginas, más allá de las tenues observaciones que hemos sugerido, estaría del lado de la eventual afinidad entre lo expresado y el proceso de flagrancia, objeto privilegiado de esta propuesta. Puntualmente, ¿existe un nudo consistente que ligue a esta brevísima historia de la verdad y el proceso de flagrancia? Y en todo caso, ¿cuál sería? Para contestar esto estimamos crucial traer a colación algunas de las contribuciones que Foucault ofreció en La verdad y las formas jurídicas; conferencias estas que fueron realizadas sólo dos años antes que se publicara su irreversible Vigilar y castigar (1975).
Esta decisión es consecuencia del desplazamiento, o mejor dicho, de la mediación, que logra allí el filósofo francés entre la cuestión de la verdad ya desarrollada, y el espeso mundo de las prácticas judiciales. En éstas últimas es posible hallar los elementos cardinales a partir de los cuales se desarrolla la mecánica de toda experiencia social: un juego de verdad, relaciones de poder y modos de vincularnos con uno mismo y con los demás (Foucault, 1999: 359); en otras palabras, todo modelo de verdad siempre remite a un tipo de ejercicio de poder, lo cual tiene inevitables consecuencias en los procesos de subjetivación. Las mismas preguntas que recorren toda la obra foucaultiana sirven para intentar desentrañar el pesado proceso que el sistema penal pone en marcha cada vez que para ello selecciona a alguien: ¿Qué sé? ¿Qué puedo? ¿Quién soy? (Deleuze, 1987: 65, 149). Lo que aquí pretenderemos realzar son algunas de las derivaciones que respecto de ciertas relaciones de poder logran producir discursos de verdad por intermedio de reglas jurídicas; trataremos, entonces, de “captar los mecanismos entre dos puntos de referencia: por un lado, las reglas del derecho que delimitan formalmente el poder; por el otro, los efectos de verdad que el poder produce y transmite, y que a su vez reproducen el poder. Entonces, un triángulo: poder, derecho, verdad” (Foucault, 1996: 27). El nuevo proceso de flagrancia hace jugar a estos tres elementos como lo hace genéricamente todo proceso penal, aunque su implementación ha supuesto una reordenación de los mismos; junto con esto, intentaremos definir qué lugar viene ostentando la PP, ya que también ésta es el resultado de una muy compleja, y poco armoniosa, intersección entre una forma de ejercer el poder, un derecho previsto que la regula y una verdad a la que se aspira arribar.
Una de las cuestiones más delicadas que observamos, tanto en los fundamentos de los cambios legislativos, como en los informes que llevan adelante las agencias encargadas de hacerlos (CEJA, INECIP), e incluso en las audiencias mismas donde intervienen los actores del proceso de flagrancia, es la invisibilización respecto de los efectos concretos que éste último posee en tanto acople de reglas que crean una realidad, y en la que la velocidad ofrece un papel cardinal.
Velocidad, ¿y selectividad también? Si bien consideramos infértiles slogans del tipo castigar a los pobres (Wacquant, 2010) o castigar al enemigo (Pavarini, 2009), es necesario subrayar que este proceso está mayoritariamente alimentado por delitos como robo y hurto[16]. Y decimos esto, no es sólo para comulgar con el periódico argumento acerca de la estructural selectividad del sistema penal, sino también entendiendo que un modelo como este, por los ilícitos que hace suyos, lo evidencia de forma encarnecida.
Insistamos en lo siguiente: tras todo proceso judicial, como hemos visto, está la búsqueda de la verdad, y tras toda verdad, como también hemos visto, existen determinadas formas para alcanzarla. La verdad no es la misma en un proceso inquisitivo que en uno acusatorio; no tiene en ambos los mismos presupuestos; existen en ellos distintas reglas para obtenerla. Sin embargo, lo que liga a la verdad, por un lado, y a las formas de obtenerla, por otro, es la velocidad; en el maridaje entre verdad y formas, la velocidad es uno de sus más decisivos condicionantes. La duración del tiempo en el proceso es un elemento tan significativo como aquello que se busca conseguir -la verdad-, y los senderos que se escogen para encontrarlo -las formas-. O en otros términos: ¿es posible pensar a la verdad y a las formas jurídicas sin aquilatar el tiempo estipulado previamente para obtenerla? Si recordamos los objetivos que privilegió la Comisión para el Estudio y Elaboración de Reformas al CPPBA respecto de la ley 13.183, la respuesta parece ser negativa: “(a) optimizar las intervenciones estatales del sistema penal bonaerense, otorgándoles mayor eficacia, sin detrimento de las garantías individuales, y (b) simplificar el trámite y acelerar los procesos, mediante la mejor coordinación de la actividad de las partes, la concentración de peticiones y la simplificación de las formalidades” (Gómez Urso y Paolini, 2008: 25).
Todo cambio de cadencia admite nuevas formas de acercarse a la verdad; pero por lo que venimos desarrollando, ¿no crearía, además, una verdad distinta? Esta agilización por la que se brega en casos de poca relevancia o de prueba sencilla, ¿qué tipo de efectos de poder suscita en quienes intervienen? Y por último, ¿en qué medida gravita en la relación de los actores consigo mismo y con los demás? Evidentemente estas no son preguntas para contestar livianamente, y quizá más importante aún que llegar hacerlo es estar atentos a las nuevas preguntas que ellas mismas hagan surgir.
Pero no todas las incógnitas deben multiplicarse en más incógnitas. Aquellos que vienen analizando esta problemática parecen olvidar, justamente, lo más provocativo para un trabajo socio-jurídico al respecto: que la gestión de las responsabilidades por parte de un poder que se encuentra al amparo del Estado es un ritual que define perjuicios y condenas cuyas secuelas probablemente no sean compensadas por las supuestas bondades que a estos cambios se le adjudican[17]; por esto nos resulta imprescindible recordar a Foucault: “Esto es, en mi opinión, lo que debe llevarse a cabo: la constitución histórica de un sujeto de conocimiento a través de un discurso tomado como un conjunto de estrategias que forman parte de las prácticas sociales. Entre las prácticas sociales en las que el análisis histórico permite localizar la emergencia de nuevas formas de subjetividad, las prácticas jurídicas, o más precisamente, las prácticas judiciales están entre las más importantes” (Foucault, 1991: 16-7). Es precisamente esto último lo que no aparece considerado bajo ninguna circunstancia en lo referente al proceso de flagrancia, asumiendo cada vez más jerarquía un lenguaje, una nomenclatura, que hace hincapié en la eficacia y la eficiencia del proceso: “Las prácticas judiciales —la manera en que, entre los hombres, se arbitran los daños y las responsabilidades, el modo en que, en la historia de Occidente, se concibió y definió la manera en que podían ser juzgados los hombres en función de los errores que habían cometido, la manera en que se impone a determinados individuos la reparación de algunas de sus acciones y el castigo de otras, todas esas reglas o, si se quiere, todas esas prácticas regulares modificadas sin cesar a lo largo de la historia— creo que son algunas de las formas empleadas por nuestra sociedad para definir tipos de subjetividad, formas de saber y, en consecuencia, relaciones entre el hombre y la verdad que merecen ser estudiadas” (Ibíd.).
Las preguntas claves al respecto son: ¿El proceso de flagrancia es, ante todo, un cambio en las reglas que definen el modo de arribar a la verdad? Su velocidad, ¿suscita nuevas prácticas en los operadores jurídicos? Y en todo caso, estas nuevas prácticas, ¿alteran las formas de reflexividad, la relación de uno consigo mismo? Desde la sociología jurídica es importante estudiar este proceso como una muy compleja maquinaria que comprende la programación de ciertas conductas –régimen de prácticas-, sin caer en la simple denuncia de una maquinación conspirativa (Foucault, 1982: 16); en definitiva, tomar esto como otro capítulo más dentro de una razón punitiva heterogénea y espinosa (Ibíd.: 43), con estrategias que excepcionalmente conservan la coherencia que desearíamos tengan, y cuyos resultados son a menudo muy modestos teniendo en cuenta los objetivos que se proponen.
La sociología jurídica no debe detenerse sólo en la comprobación de la publicitada eficiencia de las modificaciones legislativas o en los informes que las agencias hacen al respecto, sino además buscar las tensiones entre esos argumentos internos al derecho (Bourdieu, 2001), y la realidad social donde éstos se llevan adelante; precisar las condiciones de emergencia, de posibilidad, de aceptación de las distintas innovaciones: ¿por qué el proceso de flagrancia se hizo posible en este momento?[18], ¿qué lugar tienen las razones esgrimidas por agencias y doctrinarios?, ¿existe una coyuntura política que lo ha permitido?, y su utilización, ¿es manipulada políticamente?
A todo esto, recordar hoy a Foucault es, en definitiva, renunciar a un enfoque lineal para la comprensión de las metamorfosis en el campo jurídico y en el campo del control del delito, aseverando del mismo modo que ni la progresividad y ni la bonhomía son sus rasgos predominantes: “Ciertamente, si uno se ubica en el nivel de una proposición dentro de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se ubica en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido, cuál es constantemente, a través de nuestros discursos, esta voluntad de verdad que ha atravesado los siglos de nuestra historia o cuál es, en su forma más general, el tipo de separación que rige nuestra voluntad de saber, entonces, quizás, se ve esbozarse algo así como un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente coercitivo)” (Foucault: 1983: 15-6).
Olfato judicial y régimen de visibilidad: ante una nueva paradoja de los sentidos.- Ya hemos reparado lo suficiente acerca del concepto de verdad, y un poco antes, en cómo se caracteriza el proceso de flagrancia y su velocidad. Intentemos ahora profundizar algunas de las formas que en este modelo se desarrollan, ensamblando el tópico legislativo con los informes que brindan las agencias, y aquello que hemos podido observar en el transcurso de las audiencias. Este es el momento en el que enfatizaremos en la PP como una práctica judicial compleja, lo que exige una atenta mirada acerca de los componentes que intervienen en su utilización.
Como se ha expresado, el proceso de flagrancia es considerado una herramienta privilegiada en la profundización del sistema acusatorio, dentro del cual las partes deberían tener un protagonismo mayor que en un modelo como el inquisitivo. Esto requiere un prorrateo entre aquellos que ocupan el lugar de damnificado y aquellos que ocupan el de imputado.
Si bien no sucede que las víctimas intervengan en las audiencias, igual suele caracterizárselas, principalmente desde las Fiscalías, como gratamente sorprendidas por la premura con la que se llega a la resolución de los procesos. En uno de los Informes Evaluativos sobre el Plan piloto, nos resultó muy significativa la cita a este comentario: “La expresión que según los fiscales han utilizado las víctimas ha sido: ‘¿Cómo? Si me robaron la semana pasada’, sorprendidos por la velocidad con que reciben una respuesta del sistema” (INECIP-CEJA, 2006: 58)[19]. En pocas palabras, si uno sigue los relatos de los operadores de justicia, comprobará que las personas afectadas por un delito que ingresa en flagrancia siguen siendo tan indiferentes como las víctimas que tramitan por un proceso ordinario, no obstante mostrarse sumamente satisfechas (Garland, 2005: 44-5). Cabe preguntarse entonces: ¿es éste un cambio cualitativo en la figura del perjudicado, o simplemente un efecto inercial del tipo de proceso que aún así la mantiene tan aislada como antes? Aunque no sea nuestro objetivo aquí, consideramos importante avanzar en el futuro hacia un diagnóstico más certero de esta cuestión, puesto que cualquier cambio profundo en la administración de justicia debería llevar inevitablemente a que el lugar de la víctima también se modifique.
Donde sí parece distinguirse un giro copernicano es respecto a la situación del imputado. La posibilidad que éste último tiene de ser oído por un Magistrado, lo que virtualmente es imposible en otro tipo proceso; su vínculo más estrecho con el defensor que posibilita confidencialidad y contralor en dicho desempeño; y finalmente, la oportunidad de seguir de cerca el avance de su causa; son estos tres los argumentos más concurridos para confirmar el inédito papel que exhibe el acusado en el modelo de flagrancia.
Está claro que, como primera medida, deberíamos haber utilizado el potencial para cada una de las bondades antedichas, pero en rigor, lo que nosotros consideramos más decisivo en el rediseño de las prácticas en torno a la utilización de la PP es, junto a la velocidad, un novedoso régimen de visibilidad que efectivamente se ha tornado posible, y cuyos efectos se muestran ambiguos.
Pero antes de avanzar en esto, hablemos de números: según las últimas cifras que el mismo Servicio Penitenciario Bonaerense ha ofrecido, desde el 2005, año en el que comenzó el Plan piloto en Mar del Plata, los porcentajes de los presos preventivos ha ido disminuyendo leve pero sistemáticamente. Los condenados con sentencia definitiva en ese año, considerando el total de enclaustrados en Unidades Carcelarias y Alcaldías, eran 4092 (16,3%); en 2006, 4110 (16,8%); en 2007, 4186 (17,4%); en 2008, 5056 (21,4%); en 2009, 6366 (25,4%); y en 2010, 10286 (39%).
Desde luego que no estamos queriendo insinuar que el proceso de flagrancia haya tenido un papel decisivo en todo esto; de hecho, las mismas agencias encargadas de los informes sostienen que “el sistema no ofrece mediciones claras respecto del impacto del sistema oral en la privación de la libertad de los imputados durante el proceso” (Iud y Hazan, 2009: 250). Sin embargo los operadores judiciales, según las conversaciones informales que hemos mantenido con varios de ellos, y que a su vez coincide con los ya mencionados dictámenes agenciales (CEJA, INECIP), consideran que la oralización, junto a la contradicción e inmediación que este modelo supone, asegura una discusión caso por caso de la cautelar preventiva que impide su utilización automática. Y un segundo factor que se menciona, incluso como el más importante dentro del proceso de flagrancia para contraer la utilización de la PP, es la drástica disminución respecto de la duración de los plazos[20].
Luego del paréntesis hecho para mencionar algunas cifras, retomemos la idea acerca de un nuevo régimen de visibilidad; allí encontramos que la inmediatez entre las partes (Ibíd.: 251)[21] es la que contribuye de manera concluyente a la conformación de lo que para nosotros resulta ser la condición de posibilidad de una nueva práctica: el olfato judicial. Paradoja de los sentidos, ya lo sabemos: aquello que construimos a partir de una mirada ejercitada, en tanto productora de estereotipos[22], usualmente lo trocamos por el apelativo de “olfato”.
Un ejemplo al respecto lo encontramos en el Informe realizado para la Evaluación del Proceso de Fortalecimiento del Sistema Acusatorio en la Provincia de Buenos Aires en el que un Defensor sostiene: “La presencia del imputado en la sala de audiencias e inclusive la de su familia parecen haber cambiado la forma de mirar el caso tanto en fiscales como jueces, asumiendo un mayor grado de responsabilidad respecto de la decisión que toman, que en el sistema escrito se divide con los empleados que proyectan sus decisiones. (Ibíd.)
Si bien más analíticamente, en el mismo Informe se formula lo siguiente: “Una cuestión discutible es si la visibilización del imputado provoca una mayor ‘humanización’ de los operadores. Al respecto, una defensora sostuvo que no veía que generara un cambio y afirmó que ‘los jueces y fiscales que eran duros antes, siguen siendo duros ahora’. Sin embargo, señaló que para los imputados “es importante verles las caras”” (Ibíd.: 259).
Este fragmento contiene los rudimentos del ya referido régimen de visibilidad. Pero esta visibilización del imputado, más que preocuparnos por si humaniza o no a los agentes judiciales, nos inquieta por lo siguiente: ¿aquello que éstos últimos ven en las salas de audiencias, es acaso trasparente o luminoso? Ver las caras, ¿es un ejercicio inocuo? Difícilmente el drama de la mirada resulte inofensivo en el ritual judicial, máxime cuando se ocupa el banquillo de los acusados: “Los rostros no son, en principio, individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes” (Deleuze y Guattari, 1988: 174).
Lo que ven, en este caso los operadores judiciales que se desempeñan en el proceso de flagrancia, ¿no está de alguna manera condicionado por una serie de factores tanto estructurales como subjetivos que son los que definen el producto de aquello que se transformará en lo que vieron? ¿No serán esos enunciados, entendidos como aseveraciones garantizadas por las prácticas sociales encargadas de validar los conocimientos, aquellos que los hacen ver, impidiéndoles un ejercicio neutral de esa competencia? De ser esto así, deberíamos aceptar que nunca vemos lo que queremos, sino lo que en un momento determinado los enunciados nos permiten ver. Enunciar y ver son actividades disyuntivas, y aunque los enunciados son aquellos que hacen ver, lo que hacen ver los enunciados no es lo mismo que lo que ellos dicen (Deleuze, 1987: 93). En todo caso, y sin siquiera considerarla inobjetable, debemos recordar una advertencia: nuestros intereses, y también nuestra estupidez, nos alejan más que nuestros errores de lo verdadero.
Posiblemente bastaría pasar medio día en algún Juzgado para ver la comisión de algún ilícito, no obstante, ¿sería eso suficiente para enunciarlo como delito?; “¿el hombre que podemos ver en un manicomio es el mismo que podemos enunciar como loco? Por ejemplo, resulta fácil «ver» la locura paranoica del presidente Schreber, y meterlo en el manicomio, pero a continuación hay que sacarlo porque es mucho más difícil «enunciar» su locura. Y a la inversa, en el caso de un monomaniaco es fácil enunciar su locura, pero es muy difícil verla a tiempo e internarlo en el momento oportuno. Muchos de los que están en el manicomio no deberían estar en él, pero también muchos que no están deberían estarlo: la psiquiatría del siglo XIX se elaboró a partir de esta constatación que lejos de crear un concepto unívoco y determinado de locura, la «problematiza»” (Ibíd.: 92-3)[23]. Pero entonces, ¿de dónde proviene la dificultad? Al menos, de dos cuestiones ensambladas: en primer lugar, del hecho de que no es tan simple enunciar algo que se contraponga al statu quo; segundo, y mucho más riesgoso aún, de considerar que un cambio de esta naturaleza podría llevarse adelante individualmente, empuñando un endeble voluntarismo.
En la situación planteada del Juzgado, decir, por ejemplo, que un Magistrado es un delincuente no es enunciarlo como delincuente, ya que la relación entre lo visible y el enunciado siempre tiene a éste último como decisivo. Tomemos a Bourdieu para avanzar en la comprensión: “Los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas,…son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y de división, aficiones, diferentes. Establecen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que es distinguido y lo que es vulgar” (Bourdieu, 1997: 20). Esto nos permite pensar aún más la complejidad de los condicionamientos incorporados, y así como es muy extraño enunciar que un Juez es un delincuente, lo contrario también es cierto: al ver el Juez lo que ve, lo que puede ver, lo que su lugar de Juez le permite ver, esto es, su habitus, ¿no estará condicionado por un conjunto de enunciados que escapan incluso a sus buenas intenciones?, y en el mismo sentido, ¿podría librarse satisfactoriamente de su habitus, para que de ese modo se impongan espontáneamente las caridades del sistema acusatorio en general, y las del proceso de flagrancia en particular?
Señalamos esto porque en palabras de un Fiscal, ocurre lo siguiente: “Como no lo indagamos, no conocemos al imputado; por eso incide verlo en la audiencia, donde puede causar buena impresión y así acceder a alguna alternativa a la prisión preventiva” (Iud y Hazan, 2009: 251).
Pero entonces, que alguien nos cause buena impresión, ¿en qué medida depende de nuestros propósitos? ¿No se trata de una categoría que emerge luego de una distribución ya estructurada acerca de aquello que debemos internalizar como elogiable o reprobable? ¿Y no es esta distribución la que genera los esquemas clasificatorios, esos principios de visión y de división que hacen posible, entre otras cosas, una muy condicionada buena impresión?[24] Tal vez todo esto comencemos a introyectarlo en etapas muy tempranas de la vida, lo cual va sedimentando muy gradualmente dentro de nosotros a caballo de una constante y heterogénea interacción.
La trabazón entre las objetividades del mundo social, como por ejemplo aquello que se exige para dar una buena impresión[25] y que nosotros no elegimos, y la manera en que nos apropiamos de aquella objetividad, esto es, el proceso de construcción de nuestra subjetividad, impide liberarnos de golpe de las ataduras semióticas que atestan el campo social, las cuales, a su vez, se buscan organizar tenazmente: “En nuestras sociedades, el Estado contribuye en una parte determinante a la producción y a la reproducción de los instrumentos de construcción de la realidad social. En tanto que estructura organizativa e instancia reguladora de las prácticas, ejerce permanentemente una acción formadora de disposiciones duraderas, a través de todas las coerciones y de las disciplinas corporales y mentales que impone uniformemente al conjunto de los agentes. Además, impone e inculca todos los principios de clasificación fundamentales, según el sexo, según la edad, según la «competencia», etc., y asimismo es el fundamento de la eficacia simbólica de todos los ritos de institución, de todos los que fundamentan la familia por ejemplo, y también de todos los que se ejercen a través del funcionamiento del sistema escolar, lugar de consagración donde se instituyen, entre los elegidos y los eliminados, unas diferencias duraderas, a menudo definitivas, parecidas a las que instituía el ritual de armar caballero a los nobles” (Bourdieu, 1997: 116-7).
No pretendemos aquí subestimar los beneficios que la oralidad y la inmediación pueden generar en el desarrollo de un proceso, aunque sí creemos importante complejizar la lógica de la idea según la cual los jueces y fiscales que eran duros antes, siguen siendo duros ahora, porque el comportamiento de estos últimos probablemente tenga tantas regularidades y aristas como el de aquellos que podrían considerarse flexibles en sus criterios; el pasado, el presente y el futuro se articulan tan enrevesadamente en la práctica social de los agentes judiciales definidos como reaccionarios como en quienes resultarían su antítesis, y esto porque “los análisis corrientes de la experiencia temporal confunden dos relaciones con el futuro o con el pasado que, en Ideen, Husserl distingue con toda claridad: la relación con el futuro que cabe llamar proyecto, y que plantea el futuro en tanto que futuro, es decir en tanto que posible constituido como tal, que por lo tanto puede ocurrir o no ocurrir, se opone a la relación con el futuro que llama protensión o anticipación preperceptiva, relación con un futuro que no es tal, con un futuro que es casi presente…. De hecho, estas anticipaciones preperceptivas, especies de inducciones prácticas basadas en la experiencia anterior, no le vienen dadas a un sujeto puro, a una conciencia trascendente universal. Pertenecen al habitus como sentido del juego. Tener el sentido del juego es tener el juego metido en la piel; es dominar en estado práctico el futuro del juego; es tener el sentido de la historia del juego” (Ibíd.: 145-6). Estar en condiciones de enunciar ciertas cosas, depende de tantas variables que bajo ningún punto de vista podemos considerarla como una actividad puramente voluntaria, dejándola librada tanto a la benevolencia de los agentes como a las bondades de un determinado tipo de proceso. Es por esto que, además de prescribir mesura ante las mejoras que se pregonan respecto de la situación de la PP en el modelo de flagrancia, hemos querido señalar algo que tímidamente comenzamos a distinguir, tanto en las audiencias así como en los informes que venimos citando (INECIP, CEJA): el advenimiento de un olfato judicial, sobre el que cabe preguntarse si tendrá tan delicado alcance como su homónimo policial.
Régimen de visibilidad, y aquello que éste hace entrar en escena, el olfato judicial, resultan elementos imprescindibles para comprender la práctica judicial compleja de la PP en el proceso de flagrancia.
El ritual de ver al imputado y que eso provoque una buena impresión, tal como lo planteara el Fiscal, puede ser la expresión de deseo de un conjunto de nobles intenciones, pero que en los hechos tomen la dirección contraria: endurecer los estereotipos que reproducen la selectividad del sistema penal[26]. Así las cosas, un Juez de Garantías sostuvo: “He otorgado morigeraciones que por escrito no he dado. En un caso di un cese de la medida de coerción por el delito de portación de arma de fuego que nunca hubiese concedido. Vi a la familia, la condición familiar, que el imputado no tenía antecedentes, tenía un domicilio fijo y me dio una buena impresión. Inclusive el cese fue consentido por el fiscal” (Iud y Hazan, 2009: 251).
Recapitulando este apartado, quizá podamos sugerir el siguiente interrogante: ¿Es razonable apostar por cambios que aunque aparentemente beneficiosos descansan en algo tan capcioso como la discrecionalidad de una buena impresión? Y a todo esto, la sociología jurídica debería servirnos para enfatizar en los condicionantes sociales que posee la práctica de la PP en los operadores judiciales, para precisar cuál es el verdadero margen de autonomía que éstos tienen para solicitarla. Al especificar el lugar que va asumiendo el régimen de visibilidad en el proceso de flagrancia, junto al surgimiento de cierto olfato judicial que se oculta detrás de la búsqueda de buenas impresiones, la sociología jurídica “libera al liberar de la ilusión de la libertad, o, más exactamente, de la creencia mal ubicada en las libertades ilusorias” (Bourdieu, 1988: 27).
Si logramos entender lo anterior, estaremos en condiciones de hacer una lectura más sustanciosa de afirmaciones tales como: “Ahora estoy más convencido al resolver sobre la libertad del imputado, porque lo puedo ver y escuchar a él y a su familia” (Iud y Hazan, 2009: 242).
Cien días, ¿400 golpes?.- Velocidad en abstracto, velocidad en concreto. Decíamos hace un instante que, según los operadores, junto a la visibilidad del imputado, el factor más importante para explicar la disminución en el uso de la PP dentro del proceso de flagrancia es el drástico acortamiento de los plazos[27]. Si no hemos entendido mal este argumento, la celeridad es un resguardo contra el encierro de personas jurídicamente inocentes.

Antes de emitir cualquier juicio, debemos insistir en lo siguiente: “El campo del control del delito y de la justicia penal es un dominio relativamente diferenciado, con su propia dinámica y sus propias normas y expectativas hacia las que los agentes penales orientan sus conductas. Los determinantes sociales y económicos del «mundo exterior» afectan a la conducta de los agentes penales (funcionarios policiales, jueces, funcionarios penitenciarios, etcétera), pero lo hacen de modo indirecto, a través de la modificación gradual de las reglas de pensamiento y acción de un campo que tiene lo que los sociólogos llaman una «autonomía relativa»” (Garland, 2005: 66). Por lo tanto, desde profesores de criminología y derecho penal, hasta el Poder Judicial, pasando por los empleados y directores del Servicio Penitenciario, la institución policial, las agencias e institutos de investigación acerca de los sistemas de justicia[28], las empresas privadas de seguridad, los filósofos del castigo, los medios masivos de comunicación, los expertos en seguridad ciudadana y prevención del delito, las compañías que proveen insumos para todos ellos, y los encargados de ejecutar la política criminal en cualquier esfera del Estado, entre otros, son quienes dan forma, contenido y expresión al campo del control del delito, y los que van pugnando por la acumulación del capital que allí se pone en juego. Es cierto que cada institución que conforma este campo tiene una complejidad que ameritaría estudios particularizados; en nuestro caso tomamos al Poder Judicial, y dentro de éste, un ámbito comparativamente reciente como es el proceso de flagrancia para sumar elementos que enriquezcan la comprensión de las prácticas que en el mismo se consuman.
Nuestra expectativa aquí no es explicar este campo como un todo, sino entrever algunas reglas dentro de una de sus unidades, y en todo caso indicar algún correlato respecto de un tipo particular de política criminal, encontrando directrices y rasgos compartidos. Por ejemplo, hace ya una década Garland señalaba que “las burocracias de la justicia penal, [así como otras organizaciones del sector público] han tenido que volverse más dispuestas a dar cuenta de sus tareas, más armónicas con los intereses de sus consumidores y clientes y menos seguras de sus propias definiciones de lo que constituye el interés público” (Ibíd.: 200) ¿Existe hoy en la Provincia de Buenos Aires una coyuntura como esta? Y si es así, ¿tiene el proceso que venimos estudiando algún papel, sea como producto o como productor de esta realidad? ¿Existen actores públicos o privados que en este contexto han ganado espacio? ¿Cuáles son? ¿Qué efectos, palpables y no tanto, han provocado?
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Según un conocido slogan de la prensa estadounidense, slow news no news: algo así como que las noticias lentas no son noticias. De la misma manera, ¿podríamos razonar que una justicia lenta, no es justicia? En todo caso, ¿es posible encontrar un modo con el cual justipreciar el tiempo luego del cual un proceso que debe arribar a la verdad, se vuelve moroso?; y a su vez, ¿de qué elementos deberíamos servirnos para apreciar si las resoluciones judiciales son pertinentes en tiempo y forma? Quizá corresponda quedarnos satisfechos con plantear estas preguntas y buscar contribuciones periféricas a la cuestión; ¿por qué motivo? Principalmente porque al meditar sobre el discurso oficial acerca de la justicia penal y su actuación, sobre los sectores que circunstancialmente la alaban o vituperan, notamos que conviven una serie de enfrentamientos y provocaciones que se resuelven, cuando se resuelven, de manera muy dispar.
Tiempo y forma decíamos, o más precisamente, velocidad y forma, componen la dromología[29] de la justicia, y el proceso de flagrancia simboliza esto cabalmente. Al decir de P. Virilio, “La velocidad es, a su vez, una amenaza tiránica, según el grado de importancia que se le dé, y, al mismo tiempo, ella es la vida misma…. Si se da una definición filosófica de la velocidad, se puede decir que no es un fenómeno, sino la relación entre los fenómenos. Dicho de otro modo, la relatividad en sí misma. Se puede incluso llegar más lejos y decir que la velocidad es un medio” (Virilio, 1997: 16). Si se recuerda, al comienzo de este trabajo indicábamos que la velocidad es aquello que hace entrar en relación a las formas del proceso, y a uno de los fines a los que se quiere arribar por medio de este: la verdad. La familiaridad entre ambas proposiciones no es azarosa.
En definitiva, el proceso es un medio[30], y la PP es otro medio: tanto uno como la otra le deben su utilidad a instancias que los exceden. La incógnita sería entonces, ¿ésta aceleración del medio mayor (que es el proceso), replica beneficiosamente en el medio menor (PP) como los expertos afirman? ¿Es posible hablar realmente de una justicia de la velocidad? (Virilio, 1997: 18-9).
A todo esto, ¿cómo explican los versados el citado argumento? Afirmando que la duración del proceso se acopla con el mayor o menor uso de la PP por una sencilla razón: que a más larga duración del mismo, tanto Magistrados como Fiscales, tienen menos confianza en localizar a los imputados cuando sea requerida su comparecencia; así las cosas, la cautelar de la preventiva parece ser el único instrumento que lo asegura, y como consecuencia, que garantiza la realización del juicio (INECIP-CEJA, 2006: 58-9).
Al respecto, está claro que la reducción en los términos es considerable ya que se pasa en la etapa de investigación de un plazo de diez meses, en el proceso ordinario, a otro de cuarenta días, en el de flagrancia. Y en la etapa de juicio, esto se acentúa aún más: para el primero de ellos no existen siquiera límites en el vencimiento, y para el segundo, el tope es de sesenta días (Ciocchini, 2010); “En definitiva, una persona acusada de un delito que fue sorprendida en flagrancia debe ser llevada a juicio en un plazo máximo de 100 días, excepto que el proceso finalice previamente por medio de una de las llamadas “salidas alternativas” o bien por su sobreseimiento” (Iud y Hazan, 2009: 231).
Esto en nuestro análisis posee un papel capital ya que la celeridad es un medio que a su vez une a otros dos medios, “La velocidad proporciona qué ven. No permite simplemente llegar más rápido al punto de destino sino que también proporciona qué ver y concebir. Ver, antaño con la fotografía y el cine, y concebir, hoy día, con la electrónica., la calculadora y el ordenador. La velocidad cambia la visión del mundo” (Virilio, 1997: 23).
Si bien es cierto que no todos los imputados transcurren el proceso de flagrancia detenidos, de las racionalidades utilizadas para ello nos importa mucho más el flujo cualitativo (¿Qué se arguye para solicitar y conceder la PP?) que el espesor cuantitativo (¿Sobre cuántos se arguye?). Por ello creemos importante destacar algunas consideraciones que dieron, tanto la doctrina como los agentes judiciales[31], para mantener bajo PP a quienes se encuentran acusados de delitos flagrantes.
Pensando entonces en ese flujo cualitativo, debemos recordar que el lapso en el que se lleva adelante la IPP puede extenderse hasta los cuarenta días. Y una de las tendencias que deriva de ello, que a su vez impacta decisivamente en la utilización de la PP, se observa en quienes aseveran que si algún acusado exhibiese “peligrosidad procesal”[32], pasar ese período confinado no resultaría descabellado o excesivo: “Es decir, si el imputado está por un delito grave, por ejemplo, con una pena mínima superior a los tres años de prisión, o si, aún con una pena menor, no es probable una condena de ejecución condicional, o si será declarado reincidente, etc., el encierro por veinte o hasta cuarenta días se muestra ‘razonable’ si hablamos de tiempo de detención en perspectiva de aquellos parámetros” (Gómez Urso y Paolini, 2008: 90-1).
Son varios análisis que pueden hacerse de esta última cita, como por ejemplo la importancia de instruirse respecto al muy sinuoso maridaje entre el tiempo y la pena (Mathiesen, 2003; Mesutti, 2001), pero el que más nos preocupa es el que liga a la velocidad con la PP, y esto porque en la práctica la solicitud de esta medida cautelar, por supuesto sino no media otro arreglo alternativo -juicio abreviado, suspensión de juicio a prueba- se lleva adelante por lo general en la audiencia de finalización junto con la requisitoria de elevación a juicio; todo lo cual puede demorarse unos cuarenta y cinco días desde la aprehensión del acusado (Gómez Urso y Paolini, 2008: 92). Esto último supone una incongruencia embarazosa: mientras que en el proceso ordinario, el plazo para solicitar la PP es de treinta días (Art. 158), en el sumarísimo proceso de flagrancia, el límite se extiende quince días más (Art. 284 sexies).
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Yendo ahora al ritual judicial de las audiencias que tuvimos oportunidad de presenciar, y en las que a su vez se debatieron las conversiones de detención en PP, o en su defecto, en excarcelación (Art. 11 a 13, ley 13.811), escuchamos allí argumentos de parte de los actores que nos han servido como líneas sutiles que permiten forjar ciertas regularidades respecto de esta cautelar en tanto práctica judicial compleja.
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En uno de los casos que registramos se imputó a un chico de diecinueve años, junto a otros dos menores, un robo calificado por el uso de arma de fuego no apta para el disparo (Art. 166 Cod. Penal). Junto a esto conviven dos elementos de valía para conceder o no la excarcelación: el acusado posee arraigo -o domicilio estable-, y además, carece de antecedentes. Es por ello que la Defensa solicita la libertad del acusado para lo que resta del proceso. El Ministerio Público Fiscal (en adelante, MPF), partiendo de una certeza negativa de que le den una condena de ejecución condicional, expresa: “El legislador ha previsto peligros procesales que para el caso de una pena en expectativa de 8 años, la única manera de asegurar la comparecencia es que el imputado no tenga que cumplirla efectivamente, sino se debe solicitar la PP”. Frente a eso, la Defensa requiere a quien está a cargo del Juzgado de Garantías que tenga en cuenta las sugerencias del Plenario de la Casación Nacional “Díaz Bessone”, según las cuales “No basta en materia de excarcelación o eximición de prisión para su denegación la imposibilidad de futura condena de ejecución condicional”. Planteada así la situación, el Magistrado ofreció los siguientes motivos para homologar la PP: “No haré lugar a la excarcelación en función de las siguientes razones:… entiendo, alineándome a la postura tomada por la señora agente fiscal, que las particulares circunstancias del caso… impiden conjeturar en esta instancia que ante una eventual condena la misma pueda ser de ejecución condicional. Esto es así, no obstante la previsión del artículo 176 del código de formas…, …entiendo que las particulares circunstancias del evento, esto es, que de acuerdo a las constancias causídicas ahora reunidas se deriva que de los tres sujetos que habrían emprendido la empresa delictiva, aquel que portara el arma de fuego cuya aptitud para el disparo no pudo ser acreditada, fue [el imputado]; esta particular actuación en el acto delictivo implica a mi juicio un desvalor de acción sobreañadido a la propia comisión delictiva encuadrada en el artículo 166 inciso 2 última parte… junto a la participación de menores en el acto, comulgo con la señora agente fiscal en que objetivamente eso sería un agravante en la eventual imposición de una condena. Todo ello conlleva a mi juicio, la certeza negativa de que el procesado recibirá una condena de ejecución condicional…. Coincido con la señora defensora en que las previsiones del artículo 169 del código de formas son presunciones iuris tantum, no obstante ello, las circunstancias precedentes narradas denotan a mi juicio la existencia cierta de peligros procesales, esto es, elusión o entorpecimiento probatorio, por ello, sin perjuicio que la argumentación no encuentre previsión de los cánones del artículo 169, no obstante ello, presenta de forma paralela datos razonables de un peligro procesal cierto. Por ello en función de lo que dice el artículo 169, inciso 3 a contrario, veo fundados peligros procesales ciertos, por ello, especialmente en función de lo previsto en el artículo 171 en su remisión al 148 del CPPBA, resuelvo no hacer lugar a la excarcelación del imputado”. La defensa apeló, y la Cámara, de oficio, sostuvo que aquello con lo que el imputado había cometido el delito no podía considerarse un arma, por lo que el hecho fue recalificado como robo simple, y la excarcelación otorgada.
Más allá del desempeño adecuado o no de los actores por lo dicho en el párrafo anterior, creemos importante vincular los argumentos del Juez de Garantías con el ritual judicial de flagrancia donde aquellos tuvieron lugar. Es decir, ¿en qué medida este proceso condiciona un tipo de razonamiento como el formulado? ¿Es posible encontrarle ciertas implicaciones? En primer lugar, quisiéramos dejar en claro que, más allá de utilizar sólo este supuesto, no se trata de un argumento aislado, dado que en ese caso su valor heurístico sería irrisorio: en las audiencias a las que asistimos, frente a eventos comparativamente similares, los esquemas y disposiciones en distintos Magistrados se repetían. Pero incluso esto último no sería un gran hallazgo, ya que las prácticas en las organizaciones generalmente tienden a consolidarse y adquirir regularidad.
El punto es que para entender la reiteración de los fundamentos, o en términos de Bourdieu, la lógica que encierra la frecuencia de la práctica, sí creemos necesario destacar aquello que hemos definido como un nuevo régimen de visibilidad en el proceso de flagrancia, lo cual sí es algo concretamente novedoso ¿En qué sentido entendemos que la PP en tanto práctica judicial compleja se halla condicionada por éste régimen? En que la institucionalización de la visibilidad se establece como la condición de posibilidad de un muy surcado olfato judicial que, en palabras de sus protagonistas, puede ser compasivo pero sólo si es complacido por una buena impresión[33], hecho que evidentemente en este caso, como en muchos otros que hemos podido presenciar, no ocurrió.
Si bien resulta jurídicamente preocupante aseverar, así como lo hizo el citado Juez de Garantías, que la peligrosidad procesal de un imputado pueda fundarse en el hecho de haber llevado un arma, incluso cuando su aptitud para el disparo no haya podido constatarse, aquello que desde la sociología jurídica debemos hacer no es, justamente, valoraciones de este tipo, sino ofrecer herramientas para comprender lo que, en términos legales, resulte objetable.
Entonces, y dada la existencia de este régimen de visibilidad, sería relevante saber, ¿cómo influye éste último en la construcción de tipos argumentales que favorecen la conformidad o el rechazo a las excarcelaciones? ¿En qué medida podrían ser explicados esos argumentos sin remitir en nada al modelo de flagrancia? ¿En que medida eso no es posible? Estas modestas preguntas tienen el objetivo de ir acercándonos a un panorama más enjundioso de la PP en el contexto ya descripto.
No descubrimos nada al decir que el proceso penal es aquello que vuelve visible un fenómeno criminal, pero en el caso de flagrancia, ¿no es él mismo el que da que ver?, ¿no enfrenta la cuestión jurídica con los condicionamientos sociales que hacen ver a los agentes judiciales?
Si queremos explicar cómo un juez de garantías concede la PP apelando a la elusión o entorpecimiento probatorio sin otro sustento que la certeza negativa de que el procesado recibirá una condena de ejecución condicional, sin duda hay que desentrañar, entre otras cosas, la lógica práctica que posee la mirada en el proceso de flagrancia, o lo que es lo mismo, aceptar que “el proceso penal no es simplemente el ordenamiento legal por el cual se lleva adelante el procedimiento judicial, sino un ámbito mucho más amplio” (Tedesco, 2007: 19).
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La visibilidad, pero también la velocidad incide en la práctica compleja de la PP en el modelo de flagrancia. Antes, aunque en este mismo apartado, mencionábamos los cien días en los que debe juzgarse a quien atraviese este proceso, lo cual resultaría alentador por varios motivos; el principal, y nos animamos a decirlo únicamente al compararlo con casos que transcurren en el proceso ordinario, es el plazo sumamente breve en el que un imputado obtiene la respuesta acerca de su situación legal. Pero también allí mencionábamos algunas llamativas especulaciones, como por ejemplo, “… si el imputado está por un delito grave…, el encierro por veinte o hasta cuarenta días se muestra ‘razonable’ si hablamos de tiempo de detención en perspectiva de aquellos parámetros” (Gómez Urso y Paolini, 2008: 90-1). Considerando que el proceso de flagrancia resulta de suma celeridad al respecto, ¿cómo objetar, por lo tanto, dicha medida cautelar?
Esta idea, que influye en la dinámica de la PP, en su pedido, aceptación o denegación, no sólo es utilizada por los teóricos del proceso de flagrancia sino también por operadores que intervienen directamente en el mismo: el MPF y el Juzgado de Garantías. Mencionaremos al respecto dos de los casos más notorios que presenciamos en las audiencias.
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El hecho que se plantea en esta audiencia es una tentativa de robo calificado por escalamiento y agravado por la participación de menor de edad. El Defensor solicita la excarcelación del imputado al considerar que no existen peligros procesales (Art.169 Inc. 1 CPPBA). El MPF, al requerir la PP, afirma que ésta medida cautelar tiene como único objetivo asegurar la comparecencia del imputado al proceso, y dado que su situación procesal hace presumir que eludirá la justicia, arguye que “[el acusado] gozaba de una suspensión de juicio a prueba otorgada hace más de un año, y ahora cometió esta tentativa. A eso adunado la situación que cabe destacar que el proceso de flagrancia, en un término máximo de cien días contará con una decisión final sobre la situación procesal del imputado. Por ello y con el fin de que no se obstaculice la posible realización del proceso ya que el código penal no permite la persecución penal en contumacia y a los fines de asegurar ese proceso cuya obligación cae en cabeza del MPF es que a tenor de lo informado en sus antecedentes de lo previsto en el Art. 148, solicito se deniegue la excarcelación en función del Art. 171”.
¿Qué podemos señalar de este planteo? Comencemos por los siguientes interrogantes: ¿Qué papel juega la velocidad en los parámetros utilizados? ¿Es utilizada aquí como un instrumento para legitimar el encierro de una persona acusada de un delito, o no?, o planteado de otra manera, ¿podría el MPF sostener lo que sostuvo si el proceso no hubiese sido el de flagrancia? ¿Podría explicarse esta reflexión sin remitir a la velocidad en el proceso de flagrancia? ¿Es aquí la velocidad una condición necesaria para el alegato? Parece difícil negar que la velocidad se convierte en un elemento capital en este argumento, puesto que se transforma en el eje del razonamiento. Pero continuemos.
Al tomar nuevamente la palabra la Defensa alega tres cuestiones relevantes: que incluso en el caso de ser condenado su asistido, la pena podría ser de ejecución condicional, aún cuando no exista un nuevo beneficio de suspensión de juicio a prueba; pero además, como antecedente, demuestra que el imputado en la causa anterior que lo tuvo como protagonista se presentó cada vez que fue citado por la justicia; por último, y no menos importante, se ha podido comprobar el arraigo estable del acusado, estos es, el domicilio en el que vive. Parecería que estamos frente a un individuo que, desde el punto de vista procesal, no representa ningún riesgo.
Ahora bien, nosotros venimos insistiendo: velocidad y formas jurídicas impactan asimétricamente en la construcción de subjetividades de quienes intervienen en el proceso, ¿pero qué ocurre a su vez con la velocidad y las decisiones judiciales? El Juez de Garantías respondió a estas demandas diciendo “hago propio los argumentos, tanto de hecho como de derecho, que ha citado la señora agente fiscal denegando la excarcelación… conforme lo dispone el Art. 148 del CPPBA, 169, 171, fundamentalmente valorando del hecho descripto y tomando en valoración que este mismo juzgado fue el que otorgara el beneficio excarcelatorio en una causa anterior. Creo que objetivamente aquí se tipifica el peligro de fuga…, por ende rechazamos la excarcelación”.
Más allá de reputar inquietante un tipo de resolución judicial como la transcripta o no hacerlo, lo que urge desde la sociología jurídica es encontrar explicaciones para la lógica que hay detrás de la misma, y que a primera vista permanece oculta. Para avanzar en ello consideramos imprescindible, junto a un detallado trabajo de investigación al respecto, indagar el lugar que en ese tipo de laudos posee la regla[34], que es aquella que orienta en muchos aspectos a las prácticas, y consecuentemente, el modo en que la velocidad va incidiendo en dichas reglas. Estaremos mejor equipados para dar cuenta de la regularidad en este tipo de resoluciones si logramos especificar el triángulo compuesto por la práctica, aquello que la emplaza (la regla), y el lugar que entre estos dos componentes adquiere la velocidad.
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En otra audiencia, llevada adelante el 28 de diciembre de 2009, se debatió sobre un robo que la Fiscalía estimó doblemente calificado por el uso de arma blanca y haberse hecho en poblado y en banda, siendo cuatro los imputados. Solicita la PP ya que la pena sería de efectivo cumplimiento, lo que le hace presumir peligro de fuga. Por la subsunción del concurso de figuras en la más gravosa, queda definido por el Juez de Garantías como robo calificado por el uso de arma.
Este caso resulta particularmente rico para observar, por un lado, la capacidad del poder judicial de homogeneizar respuestas frente a situaciones problemáticas dispares, y por otro, cómo la velocidad favorece esta práctica.
Cada uno de los incriminados tenía su propio Defensor: tres particulares y uno público. Uno de estos tres manifiesta: “el joven que yo defiendo ha trabajado hasta el momento de la detención. La empresa donde se desempeña le mantiene el trabajo si cesara la detención. Sumado a esto, no tiene antecedentes. Tiene una familia que trabaja, los hermanos trabajan”. Otro de ellos plantea: “Nunca estuvo procesado, por lo que nunca ha eludido a la justicia, por eso no puede presumirse que se fugará”.
La Fiscalía acepta la posibilidad de morigerar la PP, pero no en esa misma audiencia porque no están acreditados los extremos (trabajo, domicilio, etc.); en otros términos, no admite la excarcelación. Más allá de que uno de los Defensores particulares haya aportado un informe socio-ambiental sobre su defendido, la Fiscalía lo considera insuficiente, y en sus palabras “no puede confiar en lo que diga la policía respecto de las consultas que le haya hecho a los vecinos del imputado”. Exige que los informes los realice un perito de la asesoría pericial, y sólo en caso de ser éste positivo, consentiría la morigeración.
Entretanto, uno de los Defensores plantea que las pericias de oficio demoran meses en realizarse, y que sería injustificado por ese motivo tener detenida una persona mientras los mismos se efectúan. La Fiscalía insiste en que en esa audiencia no aceptará la excarcelación por la ausencia de los informes; lo que obvia preguntarse, entre otras cosas, es si se trata de una responsabilidad del Estado obtenerlos, o de los imputados proveerlos; esto es, ¿si no lo ha realizado el MPF, es su responsabilidad, o de los acusados?
Los Defensores insisten en que se resuelva allí la PP por los perjuicios que ocasiona el encarcelamiento, sumado al receso del mes de enero en la actividad judicial[35]. Uno de ellos solicita como alternativa el arresto domiciliario durante el tiempo que demoren los informes. El MPF plantea que, dada la celeridad del proceso de flagrancia, “no será demasiado el tiempo en el que se realizarán las pericias”. Citamos textual por la vaguedad de su argumento. Pero bien, ¿es posible estimar de cuánto tiempo estamos hablando? ¿A cuánto equivale el no será demasiado? ¿Será el límite aquellos cien días que debe durar el proceso hasta la celebración del juicio? Y otra pregunta elemental: concretamente, ¿para quiénes no será demasiado? La indolencia, en este caso, ¿es producto de la malicia o del hábito? ¿De la regla que orienta la práctica, o de una confabulación ideada?
Volvemos a encontrar otra vez la velocidad, otra vez las formas jurídicas en la que aquella se desliza, otra vez, entonces, la velocidad, las formas y las decisiones judiciales: “entiendo no procedente en esta instancia, en esta audiencia, la concesión del beneficio de morigeración de la PP solicitada por los señores Defensores. Ello en atención al breve plazo procesal que tiene como fecha de culminación un proceso de flagrancia y a la circunstancia de que para los supuestos de flagrancia se cumplen todas las etapas procesales, o sea, existen mecanismos correspondientes para poder cumplimentar los informes socio ambientales por parte de la asesoría pericial aún en el transcurso de la feria judicial. En consecuencia no corresponde hacer lugar al pedido de morigeración a la PP solicitado…. Resuelvo convertir en PP la detención de los ciudadanos… en orden al delito de robo calificado por el empleo de arma y no hacer lugar a la morigeración de la PP solicitada…”.
Velocidad y decisiones judiciales, pero aún más, velocidad y homogeneidad en las decisiones: pese a la situación disímil de los imputados, o más exactamente, a la descripción que cada uno de los Defensores ha echo de ellos, entre los cuales sólo uno tenía antecedentes, parece no haber lugar para los matices en la práctica judicial compleja que resulta ser la PP en el proceso de flagrancia.
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Con este apartado no pretendimos ofrecer respuestas concluyentes, está claro. Incluso las categorías como régimen de visibilidad, u olfato judicial, son evidentemente rudimentarias aún, ya que con ellas solamente no logramos tomar una dimensión cabal de la PP en el modelo de flagrancia, pero sí creemos que junto a ellas el camino para dilucidar esta medida cautelar puede volverse más accesible. Lograr definir cuál es el lugar exacto que ambos conceptos ostentan en dicho proceso, junto a otros que aún desconocemos, será el objetivo de futuros trabajos, o en palabras excelsas, “en cierto modo, el resultado de esta forma de trabajar no es una mayor cantidad de respuestas sino una mayor cantidad de preguntas” (Becker, 2009: 164). Nosotros aún nos situamos cómodamente aquí.
La retirada: política criminal y arte cifrado.- Lo enteramente nuevo no existe, está claro. Y sería importante tomar este incipiente cambio que supone el modelo de flagrancia en la gestión penal de las emociones colectivas y los conflictos sociales admitiendo el interés que posee, sin caer por ello en la tentadora idea de suponerlo como una etapa inédita, a partir de la cual todo comienza nuevamente (Foucault, 1999: 325). Como diría tan bellamente S. Rolnik, “la tarea que nos cabe en el presente es revolver, en el pasado, los futuros soterrados” (2008: 9). Por un lado, hay un conjunto de regularidades, de persistencias, digamos estructuras, que no es aconsejable desdeñar; pero por el otro hay lo nuevo, la espontaneidad de la interacción, la invención según G. Tarde (1983), siempre hecha de fragmentos de lo viejo, de su repetición, de aquello minúsculo que cambia en su repetición.
Quizá una elogiable síntesis del párrafo anterior la construye P. Bourdieu (2001), con el refinado estructuralismo constructivista al que arriba como producto de su porfiada embestida contra las artificiales antinomias que, en sus palabras, devastan a las ciencias sociales. En este sentido, no hay duda que existen estructuras objetivas que exceden la conciencia de los individuos, y restringen el ámbito de sus decisiones, pero paralelamente, estos últimos no se encuentran indoblegablemente determinados por aquellas; interiorizando dichas estructuras, cada quien puede ofrecer múltiples respuestas frente a condicionantes sociales similares: “Para resumir esta relación compleja entre las estructuras objetivas y las construcciones subjetivas, que se sitúan más allá de las alternativas habituales del objetivismo y del subjetivismo, del estructuralismo y del constructivismo y hasta del materialismo y del idealismo, suelo citar, deformándola ligeramente, una célebre frase de Pascal: «El mundo me comprende y me engulle como un punto, pero yo lo comprendo». El espacio social me engulle como un punto. Pero este punto es un punto de vista, el principio de una visión tomada a partir de un punto situado en el espacio social, de una perspectiva definida en su forma y en su contenido por la posición objetiva a partir de la cual ha sido tomada. El espacio social es en efecto la realidad primera y última, puesto que sigue ordenando las representaciones que los agentes sociales puedan tener de él” (Bourdieu, 1997: 25).
A todo esto habría que sumarle el embarazoso desfiladero que significa, dentro de un campo social así definido, la cuestión de la desviación, y particularmente, la polivalente política criminal. Respecto de esta última, lo que sucede no es casual: desde el vamos su definición ha resultado virtualmente imposible de consensuar, ya que responde, según las distintas épocas, a variables económicas, culturales, y político-sociales que a menudo se aprecian al calor de muy distintas prioridades.
No obstante ser un concepto complejo, haremos un mínimo esbozo de lo que nosotros tendremos en mente cuando lo utilicemos; muy genéricamente hablando, la política criminal es el conjunto de objetivos, y las decisiones que en función de estos se ejecuten, que tiene el Estado respecto del delincuente, la víctima y el delito, junto a las instituciones del sistema penal que las concreten, a saber, la policía, la legislación y el sistema de justicia penal, y por último, el servicio penitenciario (Larrauri, 2001). A su vez, todos estos programas y promesas que involucre una política criminal entran en contacto con el resto de los componentes del campo del control del delito[36]. Coincidimos con A. Baratta en que resulta hoy muy difícil hacer una división tajante entre política criminal y toda la otra gama de políticas que conformarían “la política” en general (política social, económica, ocupacional, etc.); sobre todo, acierta respecto de la engañosa disyuntiva entre política criminal y política social: “Después que se ha olvidado a una serie de sujetos vulnerables provenientes de grupos marginales o "peligrosos" cuando estaba en juego la seguridad de sus derechos, la política criminal los reencuentra como objetos de política social. Objetos, pero no sujetos, porque también esta vez la finalidad (subjetiva) de los programas de acción no es la seguridad de sus derechos, sino la seguridad de sus potenciales víctimas” (Baratta, 2004b: 158).
Pero más allá de la lucidez que encierra la proposición del criminólogo italiano, debemos insistir en que, para nosotros al menos, lo más adecuado sería colocar a la política criminal como uno de los componentes fundamentales dentro del recargado campo del control del delito, en el que disputa con el resto de los elementos del mismo el capital que ahí circula.
Si bien ya hemos hecho referencia a esto, digamos con afán algo más ilustrativo, que una definición clásica de campo en Bourdieu, al que el del control del delito puede subsumirse, sería la siguiente: “En términos analíticos, un campo puede ser definido como una red o una configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Estas posiciones están objetivamente definidas, en su existencia y en las determinaciones que imponen sobre sus ocupantes, agentes o instituciones, por su situación presente y potencial en la estructura de distribución de especies del poder (o capital) cuya posesión ordena el acceso a ventajas específicas que están en juego en el campo, así como por su relación objetiva con otras posiciones (dominación, subordinación, homología, etc.)” (2005: 150). Esta construcción teórica se caracteriza por ser un espacio social específico, con autonomía relativa respecto de los otros campos, dentro del cual las relaciones entre los agentes se dan siempre en torno a un tipo específico de capital: esto es, que quienes allí participan lo hacen a partir del poder que les otorga la posesión de dicho capital. Por lo tanto, para entender al campo del control del delito, por ejemplo, hay que identificar qué tipo de capital se pone en juego allí –ya que sin capital no hay campo-, y para precisar las formas de capital en torno al cual los agentes compiten, debemos a su vez conocer el campo ¿Qué es el capital específico, inherente a todos los campos, aunque distinto para cada uno de ellos? Es lo que necesitamos poseer para lograr entrar a un campo determinado, además de ser el objeto por el que se lucha, y el arma que se utiliza para esa actividad. En el caso del control del delito, tener capital es contar con la posibilidad de incidir en la definición de aquello que se considerará delito, de tener una voz autorizada para criticar esa definición, de poseer el monopolio para trabajar cotidianamente con esa definición, y de estar en condiciones de evaluar a los monopolizadores. También ostentan capital aquellos que diseñan las políticas con las que se enfrentará al delito tal como se lo ha definido, quienes deben ejecutar las decisiones de esa política criminal, y aquellos que brindan servicios privados para ello; los que pretenden reflexionar sobre las metas y los medios con los que el Estado castiga, y quienes lo concretan a diario; las empresas de comunicación que basculan sobre el diseño colectivo de la criminalidad, sobre todo cuando las instituciones que tradicionalmente se han encargado de eso han perdido legitimidad.
Consecuentemente, entre los criminólogos, sociólogos de la desviación y penalistas, operadores del Poder Judicial, las agencias e institutos de investigación acerca de los sistemas de justicia, aquellos que tienen cargos, principalmente en el Poder Ejecutivo y Legislativo, avocados a la seguridad ciudadana y la prevención del delito, la institución policial, las empresas de seguridad, las compañías que proveen insumos para todos ellos, los filósofos del castigo, los empleados y directores del servicio penitenciario, los medios masivos como la televisión o los periódicos, quienes más capital hayan acumulado (debido a la trayectoria, obras escritas, títulos obtenidos, teorías reconocidas, resultados exitosos en gestión, discursos reconocidos para emprender cambios, impacto en la difusión de propuestas e imaginarios, etc.) serán los que tendrán en este campo mayores recursos para hacer imponer su concepción del delito, de la política criminal o de la finalidad del castigo como la concepción dominante del delito, de la política criminal o de la finalidad del castigo, sean criminólogos, jueces, ministros de seguridad, profesores, jefes de policía, directores penitenciarios, filósofos del castigo, etc.
Por nuestra parte, aquí usamos el concepto de campo del control del delito de manera extremadamente laxa, pensando en las lógicas, las prácticas y el capital que están en juego dentro de todas las instituciones y actores que intervienen en la compleja realidad social del delito.

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Este campo del control del delito es un tema, como tal, inabordable para nuestro trabajo, y si bien nos ubicamos dentro de él, la preocupación fundamental aquí es la siguiente [37]: ¿el proceso de flagrancia, supone algún tipo determinado de política criminal? ¿Es sólo una mera táctica dentro de una política criminal mucho más enredada en verdad? Aunque es muy pronto para responder con certeza a todo esto, es evidente que en la elección de un modelo con las características mencionadas, existe una insinuación política ¿Concurren junto a la deseada rapidez y eficiencia en la administración de justicia otros objetivos no declarados? ¿Cuáles? ¿Su lugar es relevante o periférico dentro del campo del control de delito?
La primera dificultad con la que nos topamos al intentar responder estos interrogantes es que frecuentemente para volver inteligible una política criminal no basta con evaluar sus propuestas al calor de los resultados a los que llegue, sino que debemos esforzarnos por detallar todos los cambios que seamos capaces de observar en la economía general de las prácticas en el control del delito, que en definitiva es aquello que vuelve comprensible sus transformaciones[38]. En todo caso, “debemos desarrollar enfoques más ricos de mediano alcance de las estrategias y prácticas penales para poder diagnosticar adecuadamente el destino del castigo moderno” (O’Malley, 2006: 153), y el proceso de flagrancia tiene para nosotros ese lugar.
Para comenzar, y contradiciendo algunas orientaciones contemporáneas, lo que no se ha podido confirmar en relación al proceso de flagrancia es que esté siendo utilizado como parte de un engranaje populista propio de cierta política criminal que buscaría primordialmente ventajas electorales a corto plazo. Al menos hasta ahora, este proceso parece incumbir a expertos y operadores judiciales, y no a un proyecto que se beneficiaría de la exasperación del conjunto de la sociedad. Con otras palabras, sería realmente imprudente aseverar que este modelo se encuentre componiendo hoy día el entramado de una punitividad populista en la provincia de Buenos Aires (Garland, 2005: 282).
Otra observación para hacer, y ésta mucho más abigarrada que la preliminar, se vincula con la nueva nomenclatura que trajo consigo este modelo, asociado a un estilo más actuarial[39], cuyos objetivos se asemejarían a los de la nueva penología[40]. Vayamos con prudencia al respecto.
En la justificación y encuadre del Plan piloto del que hemos hecho referencia es posible leer: “…tales aspectos resultan centrales y requieren cambios en los modelos de gestión, en las prácticas administrativas, en la coordinación institucional, en la coordinación externa, con los colegios de abogados y, por último, nuevas habilidades en los operadores judiciales. Estos temas exigen también una adecuada planificación del desarrollo estructural (políticas de las fiscalías, de la defensa, de la jurisdicción, etc.), una reingeniería organizacional orientada a los resultados y una mayor comprensión de la importancia de tópicos que generalmente son considerados como secundarios como, por ejemplo, el apoyo administrativo a las actividades propiamente legales, el uso de la información y de la tecnología que la apoyan (manejo de programas de computación…) y la necesidad de formas innovadoras de capacitación (cursos diferenciados, tanto para el personal administrativo, como para los letrados, los instructores y los magistrados…)” (Gómez Urso y Paolini, 2008: 37-8).
Conceptos como modelos de gestión, prácticas administrativas, coordinación institucional, nuevas habilidades en los operadores judiciales, reingeniería organizacional orientada a los resultados, a lo que se suma la expresa intención de acelerar el proceso penal en busca de una justicia más rápida, eficaz y eficiente (Ibíd.: 39) se vuelven un léxico diferente al que tradicionalmente maneja el poder judicial, de tono por lo general más sacramental y parsimonioso.
Aceptando que lo que se enuncia del proceso de flagrancia no sea aquello que efectivamente sucede, ni que lo que se dice de él, más allá de que no se concrete, no carezca de importancia[41], consideramos que existen fragmentos de actuarialismo y nueva penología en todo esto, aunque sólo fragmentos. Y es que como hace casi dos décadas se viene escribiendo acerca de estas dos cuestiones, y en muchos casos tan desafortunadamente, quizá sea provechoso evadirse de un tipo de mirada integrista que tienda a reconducir cada elemento del campo del control del delito hacia un horizonte escrupuloso bajo la égida de una penología compacta sin ningún tipo de resquicio, acompañada de un estilo actuarial de justicia que instrumentalmente administraría todos sus inconvenientes.
Si se nos permite un paréntesis, ocurre que en todo esto influye la imagen que se tenga de la política criminal, por lo que es oportuno señalar que no participamos de la idea según la cual ésta poseería objetivos muy precisos, ni que sus resultados sean coherentes; quizá resulte favorable pensarla como un conjunto de respuestas prácticas orientadas a problemas muy diversos y concretos, ajenos a una finalidad totalizadora.
En definitiva, lo que caracteriza a la gestión de la realidad social del delito, y todo el proceso que ésta atraviesa, es en gran medida la promiscuidad y no las convicciones inquebrantables. Por ello, “si se considera el arco completo del discurso gubernamental sobre el delito… se hace evidente que el discurso oficial está estructurado por un conjunto de conflictos y tensiones que…, han descansado en presupuestos criminológicos que son, tomados en su conjunto, bastante esquizofrénicos…. Pero en el plano del Estado en su conjunto y su impacto en el campo del control del delito, el resultado es un conjunto de políticas públicas que son cada vez más dualistas, polarizadas y esquizofrénicas (Garland, 2005: 231-3).
Retomando el vínculo que notamos entre el proceso de flagrancia del que venimos hablando y ciertos segmentos de la nueva penología, podría resumirse en que ambos prescinden de la preocupación acerca de los efectos del castigo, e incluso respecto de la disminución del delito o la reincidencia, ya que sus metas se orientan a diagnosticar su propia performance, observándose “la inclinación del sistema a medir su éxito en relación a su propio proceso de producción” (Feeley y Simon, 1995: 41) todo lo cual, evidentemente, bloquea un análisis del funcionamiento de los propósitos sociales de ese mismo castigo que se irroga. Sin aseverar que nos dirigimos hacia un polo incapacitador de la pena, si es posible expresar que la preocupación en este modelo es más actuarial que de tipo social, ya que evita tomar como referencia a los individuos y a la comunidad, en pos de la eficiencia o los resultados que la reingeniería organizacional pueda lograr.
A su vez, y aún no consintiendo que una estrategia de control de las clases peligrosas se haya desatado, o cosa que se le parezca, podemos notar que un modelo como el de flagrancia, junto a su rapidez y eficacia, y dado los ilícitos que por definición caen dentro de su órbita, parece estar más orientado a delitos que en su gran mayoría cometen las clases sociales desaventajadas, como es el caso de hurtos o robos de poca logística, y no a otros con tan fácil resolución como éstos, pero cometidos por otros estratos.
Tal como venimos sugiriendo, esta ambigüedad no es suficiente para afirmar que la nueva penología está emergiendo, o mucho peor, que se está expandiendo en la provincia de Buenos Aires a partir del modelo de flagrancia: difícilmente encontremos esa coordinación en los dispositivos de los que echan mano quienes conducen los destinos de nuestra política criminal. Esta última es, según creemos, un ámbito enrevesado donde los principios generalmente se subordinan a las demandas que generan múltiples actores y agencias, con orientaciones que en muchos casos resultan discordantes; quizá algo similar a lo que J. Pratt plantea: “una conjunción de un racionalismo burocrático fortalecido y asociado con el proceso civilizatorio mismo que ajusta el sistema penal y le permite responder a las demandas que le impone la nueva punitividad, por un lado, y, por el otro, un Estado [provincial] que parece tener un aislamiento mínimo respecto a las demandas de la punitividad populista” (2006: 260). En el territorio bonaerense existe, si uno toma como referencia los últimos quince años, una política criminal de carácter volátil y ambivalente más que una estrategia severa e incluso confabuladamente managerial; en todo caso, con el Plan de fortalecimiento del sistema acusatorio, quizá se esté yendo respecto del área de la administración de justicia, más enérgicamente hacia la administración que hacia la justicia (Gutiérrez, 2008).
Por último, y manteniéndonos fieles a la propuesta de P. O’Malley de contribuir con perspectivas parciales para comprender algunas de las variaciones de este proceso de flagrancia, es importante recordar que el comienzo en la oralización, junto a los principios de inmediación y contradicción llevado adelante por el Plan piloto centrado en el Departamento Judicial Mar del Plata, fue resultado de un convenio firmado por la Suprema Corte de Justicia de la Provincia, la Procuración General, el Ministerio de Justicia, el CEJA y el INECIP; siendo estas dos agencias las que brindaron apoyo técnico.
Así las cosas, es posible encontrar evidencias de que el campo del control del delito en general, y el proceso de flagrancia en particular, “está[n] conformado[s] por una multiplicidad de diversas agencias, prácticas y discursos y se caracteriza[n] por una variedad de políticas y prácticas, algunas de las cuales son bastante contradictorias entre sí. Es posible comprender su carácter general si se describe la distribución de los elementos, los principios organizadores que los relacionan y las líneas de fractura en torno a las cuales se estructuran los conflictos, en lugar de buscar identificar una esencia única común al campo en su totalidad” (Garland, 2005: 275). Dicho en otros términos, aunque todos estos actores posean una finalidad consonante respecto de la profundización del modelo acusatorio, sus intereses y prioridades respecto de dicha finalidad siguen siendo ciertamente distintos.
Por esto es que debemos tener presentes hacia el futuro a todos aquellos que habiendo participado en la puesta en marcha del Plan piloto, siguen haciéndolo en la actualidad dentro del proceso de flagrancia, y a partir de allí precisar su ubicación dentro del campo del control del delito, y junto a eso interrogarnos, ¿quiénes son los que intervienen en este último además de aquellos mencionados para el proceso de flagrancia? ¿Cuál es el capital que cada uno de ellos posee dentro de este campo? ¿Han surgido modificaciones en las posiciones de quienes tienen predominio en el campo del control del delito? ¿Es posible vincular este modelo de flagrancia con el manido ascenso de un tipo de populismo punitivo[42] en Argentina? ¿Y con lo que se define como nueva penología?
En suma, hemos visto que los aportes y las herramientas que son de utilidad, lo son siempre en términos parciales, siempre inconclusamente: la mesura debe acompañar tanto a los viajes que les hacemos hacer a las teorías como a las conclusiones teóricas a las que consigamos arribar. Nuestras últimas palabras están dirigidas a ponderar que el proceso de flagrancia es resultado de un conjunto muy complejo de condiciones políticas, económicas y sociales que la cultura judicial está metabolizando de una forma singular, y que sería importante precisar aún más de cara al futuro. El objetivo aquí fue simplemente describir estos cambios dentro de la justicia, y aportar elementos para explicar mejor una práctica judicial compleja como es la PP. En ello la velocidad y la visibilidad han favorecido un olfato judicial probablemente menos esperanzador de lo que sostienen los expertos, y esto último no deja de tener impacto en la política criminal en particular y en el campo del control del delito en general.



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Notas:
[1] El autor es Abogado, Becario CIC, Maestrando en Criminología (UNL) y Doctorando en Ciencias Sociales (UNLP). Docente de Introducción a la Sociología y Sociología Jurídica (FCJyS – UNLP).
[2] Puede denominarse, a su vez, plan de flagrancia o Programa de fortalecimiento de la justicia penal. Aquí utilizaremos estos rótulos indistintamente.
[3] Según la doctrina, “el "inquisitivo" y el "acusatorio" son bastante más que modelos procesales. En verdad, representan manifestaciones abiertas o encubiertas de una cultura, pues expresan una determinada escala de valores vigente en una sociedad en un momento o en un lapso histórico determinado” (Cafferata Nores: 226). Debemos decir que difícilmente se pueda encontrar alguno de estos modelos en estado puro: con oscilaciones, existen mayoritariamente sistemas mixtos. Muy concisamente, “El proceso acusatorio, que tuvo principalmente en cuenta las garantías del acusado, se fue caracterizando por la separación de las tres funciones fundamentales, de acusar, defender y juzgar, la libertad de la defensa y libre apreciación de la prueba, pocas facultades del juez, inapelabilidad de la sentencia, que no se fundaba, y además como un proceso contradictorio, público y oral; el inquisitivo, que buscaba defender más los intereses de la defensa social, por el secreto, la no contradicción, la escritura, la concentración de las tres funciones en manos del juez, sistema de pruebas legales, la confesión como prueba esencial y, en consecuencia, el uso del tormento y la apelación de las sentencias” (Levene, 1993: 105-6).
[4] Publicada en el Boletín Oficial de la Provincia de Buenos Aires el 16 de abril de 2004
[5] Publicada en el Boletín Oficial de la Provincia de Buenos Aires el 12 de diciembre de 2004
[6] Para un enfoque integral de la cuestión, remitimos a la lectura de los arts. 153, 155 y 156 del CPP.
[7] El objetivo más importante de ésta dependencia es programar y ejecutar las diligencias adecuadas para armonizar las agendas de los Jueces de Garantías a un tiempo con la de los Defensores y Fiscales, persiguiendo que puedan llevarse a cabo las audiencias que son planificadas diariamente en esta oficina (Piñero, 2007: 74-95)
[8] Publicada en el Boletín Oficial de la Provincia de Buenos Aires el 7 de abril de 2008
[9] Para ahondar en temas procesales como el de las reglas o formas del proceso; la diferencia entre certeza, probabilidad y duda; y los conceptos de verdad real y verdad formal, sugerimos Maier (1b, 1989: 574 y sig.)
[10] Pensemos que, “el homicidio, según la definición de la ley penal, consiste en la muerte de un hombre, provocada por otro ser humano. El concepto, cerrado por definición, contiene un número finito de elementos característicos, por cierto, muy escasos. No interesa, por ejemplo, el sexo de la víctima y el victimario, la posición social o económica de ambos….” (Ibíd.: 575 y sig.). Junto al objeto de la investigación del que venimos hablando, también surge otra limitación respecto de la obtención de la verdad: los instrumentos o medios por los cuales se puede arribar a ella (Ibíd.: 579 y sig.).
[11] “Para Foucault un enunciado no es equivalente a una proposición, aunque adquiere su forma. En este sentido, se considera “enunciado” a las aseveraciones que están garantizadas por las prácticas sociales encargadas de validar los conocimientos. Un enunciado se genera desde las esferas culturales o institucionales legitimantes que cambian según pasan los años. Mito, religión, filosofía y, actualmente, tecnociencia…. El hombre, por ejemplo, va a ser visto y enunciado de diferente manera según se refiera a él un monje medieval o un sociólogo contemporáneo. El primero “ve” una criatura de Dios que debe ser salvada, porque su institución (la Iglesia) lo ha “enunciado” en esos términos; el segundo “ve” un objeto de estudio, porque su institución (la ciencia social) así lo ha “enunciado”” (Díaz: II).
[12] Debemos entender por sistema de poder esa organización discursiva de los enunciados que posibilitan distintos tipos de saber, los cuales producen efectos de poder: “La burguesía no se interesa por los locos, se interesa por el poder, no se interesa por la sexualidad infantil, sino por el sistema de poder que la controla; la burguesía se burla completamente de los delincuentes, de su castigo o de su reinserción, que económicamente no tienen mucha importancia, pero se interesa por el conjunto de los mecanismos mediante los cuales el delincuente es controlado, seguido, castigado, reformado, etc.” (Foucault, 1992: 147).
[13] Está claro que la pregunta debería extenderse no sólo a las derivaciones respecto del acusado, sino de su entorno, de quien lo juzgue, de quien lo acuse, de quien lo defienda. Los efectos del poder siempre son múltiples, cruzados, y sumamente abigarrados.
[14] Al respecto, y sólo para evitar malentendidos, es vital dejar en claro que “El poder, por tanto, no es aquello que la voluntad quiere sino, al contrario, lo que quiere en la voluntad” (Deleuze, 2007: 189).
[15] De allí que “…se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del «origen»” (Foucault, 1992: 8).
[16] Robos y hurtos forman, aproximadamente, dos tercios de las causas por las que se inicia este proceso. En cambio, delitos como Resistencia a la autoridad o Tenencia y portación de armas de fuego ocupan un lugar menos importante.
[17] “En este contexto, el adelantamiento de los juicios abreviados a la etapa de garantías y decididos en el marco de una audiencia oral y pública en el plan de flagrancia ha incidido favorablemente tanto en resguardo de los derechos de los imputados como de los recursos del sistema, racionalizándolo. Para ello resultó imprescindible el cumplimiento del acuerdo para que los juicios orales en estos procesos se garanticen dentro de los 60 días de su ingreso al tribunal criminal o correccional. Con plazos más largos para el ejercicio del derecho a defenderse en un debate se mantendría la lógica extorsiva. El nuevo contexto generó en algunos departamentos un uso extensivo del mecanismo, en algunos casos con la aplicación de penas de ejecución en suspenso, y en otros, especialmente en los casos de reincidentes, de penas de cumplimiento efectivo pero muy bajas, lo que llevó a que al iniciarse la experiencia piloto en Mar del Plata muchos detenidos rotularan al Plan como “PPB”, plan de penas bajas” (Iud y Hazan, 2009: 254).
[18] Desde ya que “este momento” comprende el período de tiempo que se inicia en julio de 2005.
[19] En las entrevistas que hemos mantenido con distintos Fiscales, este tipo de aseveraciones ha sido recurrente.
[20] Encontramos reunidos embrionariamente, según las palabras de distintos funcionarios judiciales, dos componentes relevantes: visibilidad y velocidad.
[21] Aludimos a “las partes”, pese a que anteriormente sostuvimos que la víctima no intervenía en el proceso, porque de esa manera se describe en los informes que utilizamos.
[22] Desde luego que no quisiéramos esgrimir aquí una postura ingenua al respecto: parece difícil librarse de modelos o patrones que nos ayudan a una comprensión más ágil de nuestro entorno social. En todo caso, nuestra inquietud surge de los efectos de poder de los estereotipos manipulados por operadores en ciertas instituciones (Goffman, 2006).
[23] Algo no muy distinto ocurrió con la criminología, principalmente a partir de E. Sutherland (1999): nos puso en la incomodidad de distinguir que muchas personas que están encarceladas no tendrían que estarlo, y muchas que no lo están, quizá tendrían que estarlo. No en vano es el criminólogo más importante del siglo XX; con él aprendimos a “problematizar” el concepto de delito, y consecuentemente, el de delincuente.
[24] Por eso una mirada socio-jurídica debería tomar en cuenta este planteo: “¿Cómo no ver que al enunciar los determinantes sociales de las prácticas, de las prácticas intelectuales especialmente, el sociólogo da las posibilidades de una cierta libertad con respecto a esos determinantes? A través de la ilusión de la libertad con respecto a las determinaciones sociales (ilusión de la que dije cien veces que es la determinación específica de los intelectuales), se da libertad de ejercicio a las determinaciones sociales” (Bourdieu, 1988: 27).
[25] Un ejemplo rudimentario al respecto sería el traje en el varón que estudia abogacía, y en aquél que efectivamente termina con la carrera y se dedica al ejercicio de la profesión o a una actividad judicial. Simplificando mucho el argumento, diríamos que este atuendo “objetivamente” forma parte ineludible de su buena impresión, sin haber podido influir él en ello.
[26] En realidad, nuestra preocupación aquí es deudora de la de M. Feeley cuando en sus Reflexiones sobre los orígenes de la justicia actuarial plantea muy sólidamente las consecuencias no deseadas de cambios plagados de buenos propósitos; allí, este autor poseía “fuertes razones para creer que la fachada de la ciencia será utilizada para justificar una dureza creciente en el tratamiento de gente supuestamente peligrosa. Éste puede ser uno de los más duraderos, aunque inintencionados, efectos de los efectos administrativos y científicos a la reforma de la libertad bajo fianza” (2008: 27).
[27] “El principal factor de incidencia en la reducción de la prisión preventiva en el marco del plan de flagrancia ha sido la drástica disminución de los plazos. De hecho, muchos de los casos se resuelven sin siquiera llegar a decidir la medida cautelar por los acuerdos para las suspensiones de juicio a prueba e inclusive por las condenas en juicios abreviados. En este sentido, las prisiones preventivas se suelen resolver en la audiencia de finalización, en el mismo acto en que la causa es elevada a juicio, por lo que duran aproximadamente los 100 días que en promedio debe llevar el proceso de flagrancia hasta la elevación a juicio. Por supuesto, ello no implica que las personas sean liberadas, ya que en los juicios pueden ser condenados y ése es el resultado casi ineluctable de los juicios abreviados” (Iud y Hazan, 2009: 250-1).
[28] Al respecto puede verse, http://www.cejamericas.org/portal/, http://www.inecip.org/ y http://www.cedjus.org/.
[29] La dromología sería la ciencia -o lógica- de la velocidad: “Sin comprender la velocidad o la aceleración no se puede aprehender el territorio. El territorio se define, en efecto, como el medio- velocidad…. Surge a comienzos del siglo con los futuristas y se nutre del pensamiento de la técnica a partir, sobre todo, de Heidegger. Yo me esfuerzo por abordar todo dominio en términos de velocidad, determinando qué tipo de aceleración está en juego” (Virilio, 2003).
[30] Decimos esto, principalmente, porque el proceso no debe utilizarse él mismo como una pena, sino que tiene la función mediata de realizar el derecho penal. Para Manzini, el derecho penal material, o sustancial, es la energía potencial, y el derecho procesal es el medio con que esta energía puede ponerse concretamente en acción. Ninguna norma de derecho penal puede ser aplicada sin recurrir a los medios y garantías del proceso penal. En cuanto a la sanción, presupone una condena pronunciada con todas las garantías jurisdiccionales (Levene, 1993: 21).
[31] Nuestras observaciones se han realizado en el departamento judicial de La Plata
[32] Ésta se define como un indicador de riesgo respecto a que un imputado entorpezca la investigación que se está llevando adelante, o que se fugue durante la misma.
[33] Delitos como el de Tenencia y portación de armas de fuego o Resistencia a la autoridad, que efectivamente pueden tener una distribución más representativa de la estratificación social, podrían sugerir cómo opera este olfato judicial y las imposiciones que la buena impresión genera en la denegación u otorgamiento de la excarcelación.
[34] Para comprender mejor a la regla, hay que tomarla en correspondencia con la práctica, ya que “la regla tiene lugar en la práctica. La práctica es una continua interpretación y reinterpretación de lo que significa la regla, y la regla es realmente lo que la práctica hace de ella” (2001: 42). La regla tiene como principal característica la de facilitar y simplificar las alternativas de los actores en el curso de la acción. “La parte de indeterminación y de incertidumbre que tiene el habitus hace que uno no pueda remitirse completamente a él en las situaciones críticas, peligrosas” (Ibíd.: 43), por ello es de notar que cuanto más comprometida es una situación, más reglada se encuentra la práctica.
[35] Subrayemos que la fecha de celebración de esta audiencia fue un 28-12-09. De cualquier modo, debemos dejar en claro que el trámite de flagrancia no se suspende durante la feria judicial, más allá del argumento utilizado por la Defensa para lograr su finalidad.
[36] Pensemos, por ejemplo, en las empresas privadas de seguridad que pretenderán lucrar con las ansiedades sociales que despierten algunas transgresiones, o como es el caso de los sociólogos de la desviación y criminólogos, que pondrán atención fundamentalmente en las causas y consecuencias sociales de dicha política, que por lo general se hallan solapadas.
[37] En este sentido, nuestro camino es exactamente el reverso de trabajos como los de Christie (1993), Wacquant (2010) o Garland: “El dominio empírico, que es el foco del análisis en La cultura del control, es el campo del control del delito y la justicia penal. …. El centro de la atención ya no es la penalidad -o al menos, no es sólo la penalidad-, sino un campo más amplio que abarca las prácticas de actores estatales y no estatales y formas de control del delito que son tanto preventivas como penales. (2005: 20)
[38] Una cita que nos parece pertinente: “El cambio más significativo en el campo del control del delito no es la transformación de las instituciones de la justicia penal, sino el desarrollo, de forma paralela a estas instituciones, de una forma muy distinta de regular al delito y a los delincuentes” (Garland, 2005: 279).
[39] Por “estilo actuarial” debe entenderse aquí un lenguaje aséptico y neutral, sin contenido político. En todo caso, a una racionalidad técnica e instrumental que debe ponerse al servicio de una más eficiente administración de justicia. Hacemos esta aclaración porque otras características que frecuentemente se le adjudican al acutarialismo no las encontramos, al menos hasta ahora, en el proceso de flagrancia, a saber: el uso de probabilidades estadísticas para identificar delincuentes riesgosos, la vinculación entre estas probabilidades y la aplicación de sentencias –más que la gravedad del delito-, el objetivo de la condena es incapacitador –ni retributivo ni correctivo-, se priorizan los procesos por su capacidad managerial –y no por sus resultados- (O’Malley, 2006: 257).
[40] Decimos objetivos, precisamente porque en la descripción que Feeley y Simon (1995) hacen de la nueva penología como poseedora de nuevos discursos, técnicas y objetivos, sólo estos últimos vemos expresados en el modelo de flagrancia.
[41] Respecto de lo que se dice y lo que se hace, diríamos primero que “los cambios rápidos y a veces radicales que se dan en las declaraciones oficiales en torno a las políticas públicas no deben confundirse con alteraciones de las prácticas de funcionamiento y la ideología profesional”. Y a su vez, que “la retórica política y las representaciones oficiales del delito y de los delincuentes tienen un significado simbólico y una eficacia práctica que tienen consecuencias sociales reales. A veces «hablar» es «actuar»” (Garland, 2005: 63-4).
[42] El concepto de populismo punitivo suele utilizarse, en general, para situaciones en las que existe una clase política carente de legitimidad, la caída en desgracia del papel de los expertos en el ámbito del control del delito, cierta vulnerabilidad de las burocracias penales que allí intervienen, medios de comunicación que adquieren más notoriedad sobre el tema, un sitio mayor para los reclamos civiles en la exigencia de castigos más severos y ostentosos, y la utilización de la criminalidad como tema de campaña en las contiendas electorales