"VIOLENCIA DE GÉNERO Y SISTEMA PENAL. UNA MIRADA DESDE EL ABOLICIONISMO QUE VUELVE".



Abstract: La violencia de género constituye una de las más graves y frecuentes violaciones contemporáneas a los derechos humanos, a la que se supone derivada únicamente de la relación de histórica desigualdad existente entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la vida social, en lo que supone un reduccionismo que, sumado a una suerte de huída hacia el derecho penal, termina conspirando decisivamente contra el objetivo de empoderar a las mujeres y reducir los estándares de criminalización.
Palabras claves: violencia de género, sistema penal, sanción, modernidad tardía, micro relatos, derechos humanos, neopunitivismo, resolución alternativa de conflictos.

“El crimen ha causado un quiebre en las relaciones y debe ser sanado. Considera al criminal como una persona, como un sujeto con un sentido de responsabilidad y un sentido de vergüenza, que debe ser reintegrado a la comunidad y no ser condenado al ostracismo social. Hay mucha sabiduría en las viejas costumbres de la sociedad africana. La justicia era un asunto comunitario y la sociedad lograba altos niveles de armonía y paz social. Se creía que una persona lo es sólo a través de otras personas, y una persona rota necesita ser ayudada para sanar. Lo que el crimen ha roto debe ser restaurado, y el transgresor y la víctima deben recibir ayuda para reconciliarse. La justicia como desquite a menudo hace caso omiso a la víctima, y el sistema usualmente es impersonal y frío. La justicia restaurativa da esperanza. Cree en que incluso el peor criminal puede convertirse en una mejor persona” ( Tutu, Desmond: “La experiencia de la Comisión de Verdad y Reparación en Sudáfrica: Justicia es reconciliación”)[1].
Introducción. La violencia de género constituye una de las más graves y frecuentes violaciones contemporáneas a los derechos humanos, a la que se supone derivada únicamente de la relación de histórica desigualdad existente entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la vida social, en lo que supone un reduccionismo que obligará al analista, al menos, a realizar una breve reflexión sobre el particular.
Como consecuencia de la magnitud de estas ofensas, las respuestas de la comunidad jurídica internacional y de los derechos internos estatales han sido categóricas en los últimos años.
La Resolución 64/ 137 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, por ejemplo, adoptada en la 65ª sesión plenaria del 18 de diciembre de 2009, exhortó a la comunidad internacional, incluido el sistema de las Naciones Unidas y a las organizaciones regionales y subregionales, a que respalden los esfuerzos nacionales para promover el empoderamiento de la mujer y la igualdad entre los géneros, a fin de mejorar las iniciativas nacionales tendientes a eliminar la violencia contra las mujeres y las niñas, por medios como la intervención oficial para el desarrollo y otros tipos de asistencia adecuada, tales como la facilitación del intercambio de directrices, metodologías y mejores prácticas, siempre teniendo en cuenta las prioridades nacionales[2].
En julio de 2010, la propia Asamblea General de las Naciones Unidas creó ONU Mujeres (www.unwomen.org) , una Entidad internacional para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de la Mujer, destinada, entre otros objetivos, a abordar la violencia de género como una agresión a los derechos fundamentales de las mujeres, fenómeno éste que, según se lo advierte expresamente, persiste de manera generalizada y afecta a todos los países del mundo.
El mencionado Organismo aboga por la sanción de leyes firmes, respaldadas con implementación y servicios de protección y prevención, dada la gravedad de la situación a nivel global, respecto de la cual los estudios más recientes revelan que hasta seis de cada diez mujeres sufren violencia física y / o sexual en su vida.
Un estudio de la Organización Mundial de la Salud de 24.000 mujeres en 10 países encontró que la prevalencia de violencia física y / o sexual por parte de su pareja fue del 15 por ciento en las zonas urbanas de Japón, pero esos mismos estándares ascendían al 71 por ciento en zonas rurales de Etiopía[3].Otros informes señalan que la Violencia contra las mujeres y las niñas deparan, además, consecuencias más problemáticas en el largo plazo, dañando familias y comunidades. Para las mujeres y las niñas entre 16 y 44 años de edad, la violencia es una causa importante de muerte y discapacidad. En 1994, un estudio del Banco Mundial sobre diez factores de riesgo seleccionados que enfrentan las niñas y mujeres en este grupo etario, encuentra a la violencia sexual y la violencia doméstica más peligrosas que el cáncer, los accidentes automovilísticos, la guerra y la malaria. Los estudios también revelan los crecientes vínculos entre la violencia contra las mujeres y el VIH y el SIDA. Una encuesta efectuada entre 1.366 mujeres sudafricanas mostró que las mujeres que fueron golpeadas por sus parejas tenían el 48 por ciento más de probabilidades de estar infectadas con el VIH que los que no sufrían ese tipo de agresiones.El Informe Mundial sobre la violencia en el mundo, 2002, elaborado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), señalaba que, entre 10% y 69% de las mujeres reconocían haber sido agredidas físicamente en algún momento de sus vidas[4].
En el derecho interno argentino, la Ley N° 26485, en su artículo 4°, define como violencia contra las mujeres toda conducta, acción u omisión, que de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, como así también su seguridad personal. Quedan comprendidas las perpetradas desde el Estado o por sus agentes. Se considera además, violencia indirecta, toda conducta, acción omisión, disposición, criterio o práctica discriminatoria que ponga a la mujer en desventaja con respecto al varón.
Como se observa, la ley es particularmente abarcativa en materia de las formas de violencia que contempla –física, psicológica, sexual, económica y patrimonial y simbólica- superando incluso los estándares que rigen esta materia en otros países desarrollados.
La norma, además, y esto es particularmente significativo a los fines de la comprensión de este trabajo, se inspira expresamente en normas internacionales e internas tales como la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la Convención sobre los Derechos de los Niños y la Ley 26.061 de Protección Integral de los derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes.Ahora bien, frente a la profunda sensibilidad de estas situaciones problemáticas, que implican derechos humanos fundamentales, nos proponemos comenzar a discutir un nuevo cuadro de situación en el cual la lucha de las mujeres por sus derechos, la aparición de los colectivos de víctimas y la visibilización social de un nuevo micro relato, han dado paso a reivindicaciones que, en muchos casos, representan una revalorización de la violencia punitiva estatal, a través de una relegitimación de las funciones explícitas, latentes o simbólicas del sistema penal de los Estados.
Así, por ejemplo, ninguna de las normas internacionales antes citadas promueve expresamente una solución penal frente al fenómeno de la violencia de género.
Porque, si bien el artículo 7 inciso c) de la Ley 26485, establece como uno de los principios rectores de la misma “promover la sanción y reeducación de quienes ejercen violencia” y el artículo 9 faculta al Consejo de la Mujer a desechar modelos de resolución que contemplen formas de mediación o negociación (facultad ésta que tampoco he podido leer en las convenciones) en materia de violencia de género, debe advertirse que la solución punitiva no resulta compatible con un derecho penal mínimo propio de un Estado Constitucional de Derecho, además de establecer groseras incongruencias en materia político criminal. Este trabajo intentará, entonces, problematizar aquellas perspectivas feministas que reivindican al sistema penal de este margen como forma de reacción institucional y social frente a situaciones problemáticas de violencia de género, desde una perspectiva abolicionista.A esos fines, es necesario identificar narrativas y prácticas, entramados y construcciones argumentales y simbólicas. Pero también analizar las gramáticas de ciertos colectivos militantes y su capacidad para condicionar las decisiones de las agencias jurisdiccionales, generalmente aquejadas de una lectura sobreviniente, apresurada, lineal y, por ende, comprensiblemente punitiva, de los Pactos y Tratados incorporados al derecho interno y de las prescripciones de la Ley 26485, destinada a prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres.
Resulta llamativo observar cómo muchos de aquellos operadores que hasta no hace muchos años discriminaban por su condición de tales a las mujeres en determinados cargos de la burocracia judicial, hoy deniegan, en nombre de una perspectiva de género a la que han llegado abruptamente, sin demasiada formación y acaso con escasas convicciones, la suspensión de juicio a prueba u otros medios alternativos de resolución de conflictos en casos en que la víctima es una mujer, sin importar las escalas penales implicadas y los derechos humanos también en estos casos violentados.
Como habremos de analizar, entonces, consecuencias sociales de tamaña gravedad no deberían quedar (nunca) libradas a la torpe resolución que sistemáticamente ofrece (siempre) el derecho penal.

Microrrelatos y crisis de las grandes utopías. El advenimiento de la modernidad tardía ha puesto en crisis los grandes relatos que durante la hegemonía de los Estados de bienestar de la segunda posguerra preanunciaban la liberación nacional y social de las masas a las que el propio capitalismo había postergado y sometido.Esos metarrelatos, cuya vigencia se advertía singularmente hace ya casi medio siglo, cuando se percibía la convivencia en un mundo injusto en el cual “todo era política”, se afiliaban a las teorías críticas de la sociedad, abrevaban en las tesis marxistas en permanente y agonal reinterpretación, reconocían desde una perspectiva marginal al imperialismo como adversario común de los pueblos, postulaban una sociedad sin clases, planteaban la reformulación del Estado y de la sociedad, prefiguraban un Hombre Nuevo y valorizaban el argumento como forma trascendente de hacer política.En ese contexto de particular ascenso de la conciencia de las masas a nivel mundial, las luchas contra la discriminación racial, las perspectivas ecologistas, los movimientos por los derechos de los niños, las cruzadas abolicionistas de los sistemas punitivos institucionales, y también las gestas por la liberación femenina, se inscribían o formaban parte de un universo conglobante que reportaba a lógicas abarcativas, holísticas, tendientes a conmover las bases de un sistema capitalista alienante y profundamente opresor.En el caso de los movimientos en favor de los derechos de las mujeres, es interesante recordar algunas consignas, tales como “La Revolución no podrá hacerse sin las mujeres”, para compararlas con las proclamas que algunos de esos mismos movimientos enarbolan en el presente.La disolución de la ex Unión Soviética y sus burocracias satélites (el eufemístico “socialismo real”), y la caída emblemática del Muro de Berlín, constituyeron los puntos de inflexión histórica que inauguraron el paradigma más corto de la historia: la era del pensamiento único, formalizada a través del Consenso de Washington y el “fin de la Historia”, que aventuraban la derrota eterna de las ideologías libertarias omnicomprensivas, mientras imponían verticalmente a la globalización neoliberal como la única ideología emergente de esos cambios trascendentes.A partir de ese momento, y de que el nuevo capitalismo unipolar ingresara en un período de crisis hasta hora irreversible, cuyos epicentros más importantes se dieron en la crisis de Estados Unidos de 2008 y en la que todavía se debaten las economías más fuertes de Occidente, los únicos focos de resistencia al avance del “pensamiento único” lo constituyeron aquellos agregados sociales que formaban parte de los viejos microrrelatos resignificados en clave de modernidad tardía.Durante muchos años, la resistencia social frente al neoliberalismo se expresó –ante la imposibilidad de articular un nuevo bagaje ideológico totalizante recurriendo a la política como instrumento de transformación social- a través de expresiones específicas de militancia, tales como las reivindicaciones ecologistas, las demandas a favor de las garantías de los niños, y, desde luego, los reclamos a favor de los derechos de las mujeres en una sociedad patriarcal, que sustituyeron las contradicciones fundamentales de raigambre marxiana -devaluadas como estaban en los giros y los análisis de los cientistas sociales postmodernos- por narrativas acotadas que denunciaban nuevas formas de dominación y control.
Estos núcleos insularizados de resistencia respecto de distintas formas de ejercicio de poder y dominación, y particularmente algunos movimientos feministas, no pudieron sustraerse de ciertas lógicas impuestas por la nueva derecha planetaria, inficionada de narrativas securitarias y represivas.“Este nuevo interés del feminismo sobre el derecho penal ha provocado reclamos que, junto al de otros grupos (por ej., los ecologistas), tienden a "revalidar" la utilización del derecho penal como mecanismo idóneo para afrontar ciertos conflictos sociales”[5]. Entre aquel encomiable reclamo de que la revolución no podía hacerse sin las mujeres, y el festejo cotidiano frente a los cada vez más frecuentes episodios de criminalización de los agresores de género, hay una diferencia demasiado ostensible como para ser ignorada, y esta constatación pone de relieve una arista acaso no demasiado revisada en materia de hegemonía cultural conservadora y derrota de las grandes utopías.Algunos colectivos feministas ya no se plantean la revolución, ni expresan públicamente al menos su pertenencia a estos objetivos estratégicos, sino que pretenden servirse únicamente de uno de los más retrógrados y brutales elementos de control social punitivo de la modernidad: el sistema penal de los Estados.
Se ha verificado, de tal suerte, un tránsito desde el sentimiento de opresión al de victimización, y un desplazamiento de la cuestión de la responsabilidad social a la del individuo[6].
No se trata, ahora, de sostener una esperanza ingenua que pretenda alterar sustancialmente las prácticas sociales de agresión sexual contra las mujeres depositando su confianza en los órganos estatales de la justicia penal. Por el contrario, se trata de la utilización conciente del "potencial simbólico del derecho penal en cuanto instrumento que colabora a hacer reconocibles como problemas ciertas situaciones padecidas por las mujeres. Este poder criminalizador o asignador de negatividad social ha producido distintas consecuencias. Por un lado, ha afectado a situaciones que previamente no habían sido definidas como injustos penales; por el otro, ha logrado criminalizar de forma diferente actos que ya se encontraban recogidos de algún modo por la norma penal”[7].
Las víctimas y la reivindicación de las connotaciones simbólicas de la justicia burguesa y de la cárcel.Un ejercicio mucho más dificultoso supone enumerar, en un prieto examen, las peculiaridades de las nuevas organizaciones de víctimas mujeres, las lógicas de algunos de los colectivos que asumían y asumen su representación, y la relegitimación que éstos realizan del neopunitivismo como forma de resolución de las situaciones problemáticas que se derivan de la violencia de género.En lo que hace a la aparición de las víctimas en instancias judiciales, especialmente en los juicios criminales, hay que destacar que desde hace algunas décadas los más reconocidos procesalistas de la región venían bregando por la devolución del conflicto, que les había sido expropiado ("confiscado", en el parecer de Zaffaroni) a aquellas por la inquisición. Los ordenamientos realizativos continentales, la mayoría de ellos condicionados fuertemente por diseños procesales autoritarios, desplazaban a la víctima como un sujeto irrelevante de la litis, porque se suponía que la misma estaba ya representada por el Estado. Después de una lucha incesante, los sistemas mixtos remozados y muy especialmente los nuevos códigos adversariales, reconocieron una participación activa de la víctima en los procesos.En las expectativas de los maestros del derecho procesal empeñados en estas transformaciones, la “reaparición” de la víctima en el proceso debería, entre otras cosas, habilitar nuevas formas no punitivas de resolución de conflictos.Esa reformulación en términos de re/privatización de los litigios, era observada desde el “progresisimo” procesalista argentino como una instancia superadora, en la que la víctima como nuevo sujeto político terminaría optando por herramientas alternativas tales como la reparación, la justicia restaurativa, la composición, o la mediación, compatibles todas ellas con una más consistente y duradera expresión de la armonía (paz) social, afectada por el conflicto.No obstante, y a pesar del duro trayecto que han debido atravesar estas novedosas instituciones para incorporarse finalmente a los sistemas procesales de la región (muchos de ellos frenados por los habituales problemas de “implementación”, que encubren en realidad subterráneas y silenciadas disputas ideológicas), a partir de las renovadas negativas de las corporaciones jurídicas a conmover o reformular sus rutinas y prácticas ancestrales, lo cierto es que la víctima se ha comportado de una manera absolutamente distinta, cuando no opuesta, a las previsiones de los tratadistas.Una multiplicidad de factores influyen para que, en general, la presencia de la víctima en el proceso haya constituido un factor donde el reclamo de “justicia” se asimile al de mayor rigor punitivo.
“Sin embargo, la plausible atención a los intereses de las víctimas ha adquirido en los últimos tiempos algunos sesgos novedosos: Ante todo, son las demandas de las víctimas reales o potenciales, cuando no de unas víctimas arquetípicas sin existencia real ni posible, las que guían el debate político-criminal, arrumbándose reflexiones más complejas, atentas al conjunto de necesidades colectivas. En segundo lugar, el protagonismo de los intereses y sentimientos de las víctimas no admite interferencias, de manera que la relación entre delincuente y víctima ha entrado en un juego de suma-cero: Cualquier ganancia por parte del delincuente, por ejemplo, en garantías procesales o en beneficios penitenciarios supone una pérdida para las víctimas, que lo ven como un agravio o una forma de eludir las consecuencias de la condena; y, en menor medida, lo mismo vale a la inversa, todo avance en la mejora de la atención a las víctimas del delito es bueno que repercuta en un empeoramiento de las condiciones existenciales del delincuente. Y es que, finalmente, lo que se ha producido es una inversión de papeles: Es ahora la víctima la que subsume dentro de sus propios intereses a los intereses de la sociedad, son sus sentimientos, sus experiencias traumáticas, sus exigencias particulares los que asumen la representación de los intereses públicos; éstos deben personalizarse, individualizarse, en demandas concretas de víctimas, grupos de víctimas, afectados o simpatizantes”[8].
La cultura litigiosa, en rigor, bélica, de los juristas, y su escasa o nula formación humanista, sobre todo en materia de resolución alternativa de conflictos, ha terminado convalidando que esa irrupción regresiva de un nuevo sujeto en el proceso, alcanzara ribetes dudosamente compatibles con el programa de la Constitución. También ha contribuido a estas consecuencias la ceguera ideológica que, en materia político criminal, se ha instaurado desde las agencias políticas competentes respecto de ideas fuerzas tan opinables como la “impunidad” y la asimilación del “juicio” al “castigo”[9].
Así, se ha alentado la formación de una constelación de agregados de víctimas que en la mayoría de los casos claman por soluciones vindicativas o retribucionistas respecto de la problemática social que los aflige particularmente, porque no se los ha educado en lógicas no violentas ni se ha alentado desde esas agencias una percepción alternativa de la conflictividad social y sus formas superadoras de abordaje.
Esos organismos deben hacerse responsables de su incidencia regresiva en materia de políticas vinculadas a la seguridad pública (sobre todo en materia victimológica) para después resignificar el verdadero rol de los ámbitos públicos de asistencia a las víctimas, reivindicando y recuperando el rol originariamente previsto de las mismas frente al conflicto y los procesos penales.Pese a que cada vez un porcentaje mayor de personas con aptitud laboral se dedica directa o indirectamente a administrar o resolver conflictos en la tardomodernidad , en la Argentina los discursos políticos de los últimas dos décadas, impregnados de un ligero e irresponsable oportunismo, intentaron en la mayoría abrumadora de los casos, ponerse a tono de la mayor y creciente crispación de vastos sectores sociales, convalidando una nueva “sociología de la enemistad” , compatible con una lógica binaria a la que se acudió recurrentemente, con la pretensión de resolver problemáticas de notable complejidad, echando mano a las decisiones más lineales y primitivas que, en materia legislativa, se recuerden.En ese contexto, las medidas adoptadas desde el Estado generalmente apuntaron al endurecimiento de las leyes penales y la expansión “securitaria” (creación de nuevas figuras delictivas, determinación de la inexcarcelabilidad de un mayor número de delitos, generalmente a partir del aumento de los montos punitivos, interpretación en clave neopunitiva de los Pactos y Tratados, etc.), lo que se transformó en una constante con lógica propia, reproducida y amplificada por los medios de comunicación masiva.
Este avance represivo incidió de manera directa en el aumento de la población carcelaria en el país y se terminó incorporando fuertemente en el sistema de creencias hegemónico en una sociedad fragmentaria y fuertemente contrademocrática , donde la desconfianza (y el delito) configuran el nuevo articulador de la vida cotidiana y dan formas a consensos efímeros y cuestionamientos nihilistas, violentos y antiinstitucionales[10].
En ese marco, debe recordarse que el movimiento feminista, si bien exhibe una larga tradición en materia de reivindicaciones legales, no hace demasiado tiempo que ha comenzado a interesarse por las relaciones entre la posición social del género femenino y el derecho penal, que se corresponde con un desarrollo posterior de sus formulaciones[11].
Ese grado de desarrollo, paradójicamente, ha inclinado a algunos movimientos feministas hacia la reivindicación de un derecho que, desde siempre, lejos de “empoderar” a las mujeres, se ha revelado más drástico cuando los sujetos criminalizados son femeninos, siendo las condiciones de cautiverio de las mujeres más adversas y más severas que las de los hombres[12].

Justicia penal y Violencia de Género. ¿Qué hacer?

Va de suyo que este cuadro de situación de exorbitante criminalización no adjudica responsabilidad alguna a los movimientos feministas, sino a determinadas formas de gestionar la “cuestión criminal”, de “gobernar a través del delito”, a la que podríamos denominar populismo punitivo, que se caracteriza por la pretensión de resolver los problemas sociales recurriendo casi exclusivamente al derecho penal. Pero esta forma de gobernar es lo que ha alentado un determinado feminismo punitivo y violento, que se ha caracterizado por exigir y defender el permanente aumento de las penas[13] y que en muchos casos incide groseramente en las sentencias de los tribunales penales. Solamente así puede explicarse que cuando la ley 26485 alude a “sanción” de los agresores de las mujeres, se interprete que la única sanción posible es la penal.
“Tampoco han faltado orientaciones, como la criminología feminista, que, sin desconocer las causas profundas de determinados comportamientos delictivos, ha dado la primacía a las intervenciones penales frente a otro tipo de intervenciones sociales y, en consecuencia, ha sido una de las principales impulsoras de lo que podríamos denominar el bienestarismo autoritario. En efecto, esta corriente de pensamiento ha puesto acertadamente de manifiesto la necesidad de desmontar la sociedad patriarcal, la cual ha sido capaz de superar, apenas alterada, las profundas transformaciones sociales que han tenido lugar en el siglo XX y de mantener, consiguientemente, insostenibles desigualdades sociales entre los géneros. Pero, además, la mayoría de las perspectivas feministas, a la búsqueda de una enérgica reacción social ante tal estado de cosas, han tenido éxito en extrapolar la significativa presencia en esa actitud patriarcal de conductas violentas hacia las mujeres, al conjunto de comportamientos sociales lesivos de los derechos individuales de éstas, de forma que se ha generalizado la imagen social de que la violencia es el vector explicativo de la desigualdad entre los géneros. Así ha conseguido que esta desigualdad se perciba indiferenciadamente como un problema de orden público, para cuya solución los mecanismos preferentes han de ser los penales”[14].
Pero esta afirmación exhibe, como mínimo, dos problemas: no logra responder por qué sólo algunos hombres maltratan a las mujeres y por qué no todas las mujeres son maltratadas.
Lo llamativo, es que estas corrientes no acierten a advertir que, en algún punto, coinciden con las posturas más reaccionarias del prevencionismo y el punitivismo noliberal extremos.
Precisamente, en el caso de las mujeres, el sistema penal y los regímenes penitenciarios le agregan a la pena de prisión concreta –en términos de criminalización- una intromisión gravemente sesgada y ultrajante en todos los aspectos, un control extremo en la vida íntima de las reclusas en y sus derechos personales, en su relación con el afuera, con sus hijos, con su pareja, con sus pares, con una sociedad que, por su condición de mujer, las castiga también en un plano simbólico o “moral”.
Por eso, estas justas represivas de algunos movimientos merecen repensarse a la luz de las aporías que esos planteos conllevan desde un punto de vista político y criminológico.
Felizmente, el feminismo no es un movimiento único, homogéneo, y entre sus representaciones no son pocas las voces que se alzan poniendo de manifiesto sus reservas para con el sistema penal, inclinándose por propuestas más vinculadas a la visibilización y la urgencia de la concientización, y por soluciones alternativas de resolución de estas formas singulares de conflictividad. Que eviten, en definitiva, los efectos sociales contraproducentes y perversos del castigo.
Esas alternativas comprenden, por ejemplo, poner de relieve su indefensión frente a la violencia psíquica o frente a situaciones de especial conflicto que hacían más vulnerable su posición, como los de separación conyugal o de hecho; o la necesidad de contar, de forma inmediata, con medidas de protección que garantizaran su distanciamiento físico y, por tanto, su seguridad frente al agresor, cumpliendo con la idea, apoyada por la criminología , de que muchas mujeres maltratadas no buscan su castigo sino sólo verse libres y protegidas frente a él. Las medidas específicas de alejamiento y de prohibición de acercamiento y comunicación con la víctima desempeñaban, sin duda, esa misión, resultando el derecho civil mucho más eficaz en términos de prevención, disuasión y conjuración de conductas violentas contra las mujeres.
También en el caso de la violencia de género ha avanzado varios casilleros el inconsistente lema de la “tolerancia cero”, que ha terminado incidiendo en la criminalización de todo el entorno de la pareja imponiendo la tesis que esa violencia estructural –tan compleja como difícil de erradicar- es un asunto del estado y del derecho penal, diferente en sus causas a otras formas de violencia social que en algún punto remiten también a procesos y situaciones de asimetría social (violencia racial, de clase, laboral, etc) . “Ser mujer en una relación de pareja” pasa a convertirse en un factor de riesgo que demanda un refuerzo de tutela desde la ley. Hay un plus de vulnerabilidad que se mide en un plus de penalidad para el maltrato. Es lo que se conoce como “agravante de género”y lo que permite dar especificidad a la violencia contra la mujer dentro de esa genérica noción de “violencia doméstica”, más vinculada a la defensa de valores familiares[15].
“Lo cierto es que la práctica viene confirmando las peores predicciones de quienes temíamos que, con la ley integral, se reprodujera la tradicional inhibición de los jueces por investigar y detectar esas situaciones graves de violencia –continuada- gracias a la facilidad que se les ofrece de acudir, con la primera denuncia, a la aplicación de un delito de malos tratos físicos o psíquicos (ocasionales)”[16]. Este comportamiento no debe asombrar: es idéntico al que llevó a los jueces que intervinieron en las primeras causas por violaciones a los DDHH y delitos de lesa humanidad en la Argentina, a promover la persecución penal de los acusados por separado, de manera individualizada y subsumiendo los hechos en las figuras básicas del derecho penal interno. Lo plantea Sáez desde su experiencia en uno de los juzgados de Madrid: parece “como si ese fenómeno más grave, el de mayor impacto y capacidad de destrucción de la personalidad de la mujer … hubiera desaparecido. Posiblemente sea una consecuencia de la estrategia de criminalizar todo el conflicto familiar, hasta la coacción leve, lo que haya generado que se desatienda a la violencia permanente, como ocurriera hace tiempo cuando todo se trataba como mera falta –porque los actores del sistema percibían los casos como conflictos particulares- pero a la inversa”[17].
De modo que, para poder sostener el discurso del feminismo punitivista, en cuanto atribuye una función positiva al derecho penal, al considerarlo un instrumento apto para proteger y empoderar a las mujeres y aumentar la igualdad de género, debe sostenerse que la violencia de género “atraviesa todas las clases sociales”.
Este tramo del discurso feminista es excesivamente determinista y no encuentra correlato con las evidencias empíricas recogidas sobre el particular, que, por el contrario, dan cuenta que la gran mayoría de acusados y víctimas, pertenecen a la clase trabajadora y a sectores marginales y que la desigualdad de género no tiene entidad para alterar por sí sola los indicadores de victimización, en tanto y en cuanto no se incluyan otras desigualdades estructurales[18]. De la misma manera lo entiende Judith Butler: “el género no es ni más fundamental que la raza, ni más fundamental que la posición colonial o de clase –(punto de vista común) a todos los movimientos del feminismo socialista, del feminismo postcolonialista y del feminismo del tercer mundo- ya no son parte del enfoque principal o apropiado del feminismo”[19].
Por lo tanto, si la condición género no fuera, por sí sola, un elemento capaz de explicar la violencia contra las mujeres, no podría razonablemente, a riesgo de crear un verdadero disparate en materia político criminal y asumir estrepitosas consecuencias en materia constitucional, descartar en el abordaje de esta particular forma de conflictividad ningún modelo de resolución alternativo, como ya hemos visto, incluso aquellos que contemplen formas de justicia restaurativa, mediación o negociación. La Ley de Violencia 1918 de la Provincia de La Pampa, prevé las audiencias de conocimiento, que en la práctica asumen formas de justicia composicional o transicional. Si la tesis restrictiva se basa en la situación de desigualdad existente entre el agresor y la víctima, las medidas civiles ya señaladas suponen prácticas mucho más provechosas que la vía del castigo penal. Por otra parte, la cita del obispo Desmond Tutu, que preside este trabajo, y exterioriza una toma de posición conmovedora frente a las ofensas más aberrantes, puede servir también como un disparador complementario, aunque fundamental, para revisar las lógicas del feminismo institucional.

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Eduardo Luis Aguirre
[1] Disponible en http://www.cnrr.org.co/new/interior_otros/pdf/justran/por_desmond.pdf, en referencia a la forma en que Sudáfrica intentó resolver la profunda herida social de un genocidio ancestral. Es difícil imaginar una situación de asimetría y desigualdad más palmaria y una relación de poder más intensa que la que existe entre el perpetrador de una práctica social genocida y sus víctimas inocentes.
[2] http://www.cinu.mx/minisitio/unete/A_RES_64_137.pdf
[3] www.unwomen.org
[4] http://www.who.int/violence_injury_prevention/violence/world_report/en/summary_es.pdf
[5] Bovino, Alberto: “Delitos Sexuales y feminismo legal: [algunas] mujeres al borde de un ataque de nervios”, disponible en http://www.cienciaspenales.org/REVISTA%2014/bovino14.htm
[6] Pitch, Tamar: “Responsabilidades Limitadas. Actores, Conflictos y Justicia Penal”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2003, p. 144.
[7] Bovino, Alberto: “Delitos Sexuales y feminismo legal: [algunas] mujeres al borde de un ataque de nervios”, disponible en http://www.cienciaspenales.org/REVISTA%2014/bovino14.htm

[8] Díez Ripollés, José Luis: « La nueva política criminal española”, disponible en http://www.ivac.ehu.es/p278 content/es/contenidos/boletin_revista/ivckei_eguzkilore_numero17/es_numero17/adjuntos/Diez_Ripolles_17.pdf

[9] Aguirre, Eduardo Luis: “(Nueva) crónica desencantada del rol de la víctima en materia de políticas públicas de seguridad urbana”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2009/11/nueva-cronica-desencantada-del-rol-de.html
[10] Aguirre, Eduardo Luis: “(Nueva) crónica desencantada del rol de la víctima en materia de políticas públicas de seguridad urbana”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2009/11/nueva-cronica-desencantada-del-rol-de.html

[11] Bovino, Alberto: “Delitos Sexuales y feminismo legal: [algunas] mujeres al borde de un ataque de nervios”, disponible en http://www.cienciaspenales.org/REVISTA%2014/bovino14.htm



[12] Almeda, Elisabet; Bodegón, Encarna: “Mujeres y castigo: un enfoque socio-jurídico y de género”, Ed. Dykinson, IISJ de Oñate, google books, disponible en http://books.google.com.ar/books?id=4YUxsnofd6sC&pg=PA239&lpg=PA239&dq=La+cuesti%C3%B3n+de+las+mujeres+y+el+derecho+penal+simb%C3%B3lico&source=bl&ots=zhfiO_yZTz&sig=dFLHzE960yCB6V29LYq8hu3rBog&hl=es#v=onepage&q=La%20cuesti%C3%B3n%20de%20las%20mujeres%20y%20el%20derecho%20penal%20simb%C3%B3lico&f=false, p. 238.
[13] Larrauri, Elena: “Criminología Crítica y Violencia de Género”, Editorial Trotta, Madrid, 2007, p. 81.
[14] Díez Ripollés, José Luis: « La nueva política criminal española”, disponible en http://www.ivac.ehu.es/p278 content/es/contenidos/boletin_revista/ivckei_eguzkilore_numero17/es_numero17/adjuntos/Diez_Ripolles_17.pdf
[15] Maqueda Abreu, María Luisa: “¿Es la estrategia penal una solución a la violencia contra las mujeres? Algunas respuestas desde un discurso feminista crítico”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2011/02/es-la-estrategia-penal-una-solucion-la.html

[16] Maqueda Abreu, María Luisa: “¿Es la estrategia penal una solución a la violencia contra las mujeres? Algunas respuestas desde un discurso feminista crítico”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2011/02/es-la-estrategia-penal-una-solucion-la.html

[17] Maqueda Abreu, María Luisa: “¿Es la estrategia penal una solución a la violencia contra las mujeres? Algunas respuestas desde un discurso feminista crítico”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2011/02/es-la-estrategia-penal-una-solucion-la.html

[18] Larrauri, Elena: “Criminología Crítica y Violencia de Género”, Editorial Trotta, Madrid, 2007, p. 16.
[19] “Deshacer el género”, disponible en http://books.google.com.ar/books?id=yAsodPehu30C&pg=PA370&lpg=PA370&dq=el+g%C3%A9nero+no+es+ni+m%C3%A1s+fundamental+que+la+raza,+ni+m%C3%A1s+fundamental+que+la+posici%C3%B3n+colonial+o+de+clase&source=bl&ots=JJBTMMwqZ6&sig=-XBPhczsLKxYLp35NTJje7aSqOs&hl=es#v=onepage&q=el%20g%C3%A9nero%20no%20es%20ni%20m%C3%A1s%20fundamental%20que%20la%20raza%2C%20ni%20m%C3%A1s%20fundamental%20que%20la%20posici%C3%B3n%20colonial%20o%20de%20clase&f=false, p. 370.