CÁRCEL Y MIEDO AL DELITO. ENTREVISTAS EN PROFUNDIDAD E HISTORIAS DE VIDA.

 “Los medios de comunicación, por consiguiente, permiten la información y la formación de la opinión pública. Han asumido la función de foros de exposición y debate de los principales problemas sociales: seleccionan los acontecimientos que se van a convertir en noticias (fijan qué es conflicto noticiable, cómo y con qué contenido debe ser presentado) y, a continuación, establecen las noticias que serán objeto de discusión social. Fomentan este debate a través de artículos de opinión y editoriales que presentan diversos enfoques y perspectivas de análisis y solución de un problema. Proponen medidas para solventarlo con la categoría de expertos. Los medios de comunicación son auténticos agentes de control social que reconocen y delimitan el «problema social» al mismo tiempo que generalizan enfoques, perspectivas y actitudes ante un conflicto”[1]

Así como la detección de variables criminológicas mediante metodologías cualitativas es, por así decirlo, incipiente en la Argentina, la determinación de las percepciones colectivas con relación al delito, mediante la utilización de herramientas etnográficas, es más infrecuente todavía. El presente estudio constituye una experiencia etnográfica, con encuestas en profundidad, que no registra precedentes -hasta donde hemos podido constatar- en las experiencias criminológicas y político criminales del Estado bonaerense, tendientes a evaluar e identificar las formas mediante las que se construye y reproduce el miedo al delito y una multiplicidad de narrativas comunicacionales coaligadas al mismo.

En este caso, hemos decidido apartarnos de los estudios cuantitativos, no solamente porque no contamos con los insumos y medios mínimos para llevarlos a cabo, sino porque, en estos casos, las Encuestas de Victimización han sido objeto de cuestionamientos a los que es preciso atender. Se trata, entonces, de medir la potencialidad de las EV para producir datos y nuevas preguntas para la investigación en curso, así tanto como dar cuenta de sus límites en la empresa de conocer.  En otro trabajo (Varela 2004b) he analizado la construcción de la segunda parte del cuestionario, es decir, aquella que busca rastrear las experiencias de victimización a los fines de poder dar cuenta de índices de victimización “reales”. En este sentido, la encuesta ofrece una imagen de la criminalidad que excluye a los llamados delitos “de cuello blanco”, la criminalidad económica y los delitos “sin víctima” tales como el tráfico de drogas, reforzando los estereotipos de la criminalidad que circunscriben ésta al delito “callejero” (Sozzo 2000; Lea Young 1984)”.  [1].
La validez de este tipo de experiencias, de neto corte “cualitativo”, suponen un “ir hacia la gente” para comprender, de esa manera, circunstancias incógnitas tales como su sistema de creencias, sus percepciones e intuiciones - en este caso frente al fenómeno de la criminalidad y la violencia- y el grado de preocupación que el mismo ocasiona en el conjunto social o en segmentos acotados del mismo, conforme se lo propongan los estudios atendiendo al marco social que se abarque.
Los relevamientos de este tipo implican un trabajo en el campo, con informantes claves, entrevistas en profundidad y relevamientos de historias de vida, que suponen, a priori, la construcción por parte del investigador, de un “rapport” que confiera fiabilidad al mismo.
Resultan de una importancia indudable, no solamente como complemento de los estudios cuantitativos, sean éstos estadísticas policiales o judiciales o encuestas de victimización, sino como insumos de medición de las diferencias que existen entre la denominada “inseguridad objetiva” y la “inseguridad subjetiva”, y muy especialmente, de las formas como se desagregan socialmente estas percepciones y se articula la construcción de un discurso al que se asume como hegemónico, pero que se revela como matizado e intersticial.
Como expresa Garland, en las sociedades postmodernas el delito, y en particular lo que se hace desde los estados para intentar controlarlo, constituye un articulador de la vida cotidiana[2], donde el “miedo al otro” es la nueva forma de representación de lo diverso, y sucede a los miedos ancestrales del ser humano a lo largo de la historia de la humanidad. El miedo animista, el miedo sagrado, el miedo religioso, el miedo al Leviatán y, finalmente, el miedo a la “otredad”.
Esta visión particular, de “los otros”, de los infractores, del “delito” y de la “inseguridad”, en definitiva, no configuran únicamente un yerro analítico, sino que se nutre de contenidos ideológicos precisos y es uno de los productos culturales hegemónicos en el marco de la nueva relación de fuerzas sociales imperante, que es necesario remover imperiosamente porque deriva -en un último plano analítico de la inseguridad- en la utilización o manipulación del miedo como elemento de dominación y control social, a la sazón un extremo fundamental a abordar en materia político criminal y social.
Por un lado, el miedo al delito puede entenderse como la percepción subjetiva de las probabilidades de convertirse en víctima de un delito. Por el otro, esos mismos temores importan una expresión sintética de otros miedos de mucha más dificultosa identificación y dominio. Miedos humanos ancestrales, existenciales, donde la muerte configura una especie de vórtice inexorable que tiende sistemáticamente a ser eludida como principio y fin de todos los temores, justamente por su indocilidad e irreversibilidad. Lo que provoca una suerte de “trabajo práctico” que se expresa en la construcción fragmentaria de otros miedos, y en este caso del “miedo al otro” como forma de coexistencia militante frente a lo sobrecogedor e inmanejable de la vida y de la muerte.
Es, como dijimos, la actualización en clave de la modernidad tardía de los miedos cósmicos antiguos, de los miedos religiosos del medioevo, del miedo moderno a la política, al Leviatán.
El miedo al delito, como un fetiche postmoderno,  se ha inscripto como un insumo básico en las agendas políticas. “Gobernar desde el delito” implica actualmente una tentación irrefrenable, que tanto permite ganar elecciones, controlar y dominar, como deteriorar el catálogo de libertades y garantías decimonónicas y la convivencia armónica y medianamente civilizada, sustituida por una concepción sociológica de la enemistad (y la intolerancia)[3].
Peor aún, y por el contrario, conscientes de los réditos que en términos políticos la “lucha contra el delito” depara, las discusiones de las campañas y las acciones durante las gestiones se vinculan inexorablemente a la puesta en escena de gestualidades y gramáticas tan ampulosas y demagógicas como inocuas e inservibles, y de prácticas militarizadas, segregativas y violentas, casi siempre criminales. “Gobernar a través del delito”, además de resultar corrosivo de la propia democracia, marca el agotamiento y los límites objetivos que en términos de transformación de las nuevas sociedades “bulímicas” del capitalismo neoliberal de la periferia, exhiben la política y los estados
Es importante destacar además un dato comparativo por cierto revelador de la indigencia teórica de estas prácticas y ejercicios propagandísticos: mientras el “miedo al delito” ocupa el centro de la agenda social en la Argentina, la ya citada edición 2002 de la Encuesta de Seguridad Pública de Cataluña señalaba las diferentes formas que la inseguridad asume para los habitantes de esa región, advirtiéndose allí que la criminalidad convencional en modo alguno excluye ni desplaza la preocupación ciudadana por otras incertidumbres tanto o más relevantes, como la pérdida del empleo, de la vivienda, de la salud o factores asociados a terceros, como por ejemplo la negligencia médica, el envenenamiento y el deterioro del medio ambiente, en tanto realidades propias de la modernidad tardía. Esta misma encuesta revela, además, que una mayoría abrumadora de ciudadanos de Cataluña intuye, paradójicamente, que el incremento de los delincuentes en prisión aumentará sus problemas y su inseguridad, al igual que la instalación de cárceles cercanas a sus lugares de residencia.
Una instancia más reflexiva, en un contexto de exploración etnográfica, con una simbología y un marco diferentes, nos devuelve, al parecer, respuestas hasta ahora impensadas.
Es menester entonces dar en la Argentina una discusión sostenida desde la sociedad y el Estado, reivindicando la amplitud del concepto de seguridad humana, que es central justamente en el marco de una sociedad que, como pocas, ha sufrido las inseguridades que el capitalismo tardío marginal depara.                                                
La convalidación de una percepción reaccionaria de la “inseguridad” únicamente se comprende a partir de una declinación en el plano discursivo, cooptado y rellenado a su imagen y conveniencia por los sectores más ortodoxos de la sociedad, que además se escudan en el  “cumplimiento de la ley” como forma de disciplinamiento ritual. Es que las nuevas formas de dominación obligan a ocultar la verdadera ideología de sus mentores y ejecutores políticos. Así, por ejemplo, valores tales como la “democracia”, la “legalidad”, la “familia”, la “autoridad” y el “orden” son patrimonio casi exclusivo del pensamiento conservador, justamente porque se ha dejado de lado la discusión sobre el contenido conceptual de esas apelaciones.
Las experiencias políticas en los estados convenientemente debilitados, en los que la “lucha contra el delito” se vuelve indispensable para la legitimación de los mismos, demuestran que estas irrupciones conducen a regímenes autoritarios y policíacos, que conservan las formas extrínsecas aparentes de la democracia, pero al mismo tiempo habilitan las políticas “de mercado”, el espionaje y la persecución interna. No tanto el orden como el mítico retorno a un orden inexistente, no tanto la autoridad como la vulgar vocación de la erradicación social de los diferentes, constituyen los elementos que tienden a exacerbar y resignificar en clave conservadora, a los “nuevos” miedos como articuladores de la vida cotidiana. Los discursos políticos desbordan de lugares comunes, apelaciones tan enfáticas como inconsistentes respecto de la lucha que a diario se emprende (y se vuelve a emprender sin solución de continuidad) contra el “desorden” y la “inseguridad”, sin que siquiera nos percatemos de que esas mismas narrativas, transmitidas en clave de amenazas, enmascaran o suprimen deliberadamente cualquier tipo de propuesta dirigida a revertir las inéditas asimetrías sociales de la tardomodernidad en nuestro margen.
La “acción” (en rigor, los fastos punitivos), entonces, se prioriza a la razón y la demagogia a la experticia. Por el contrario, esta “guerra preventiva interior”, se percibe desde las intuiciones colectivas como un hacer impostergable, justo, heroico, cruzado, aunque se emprenda contra los destituidos, los marginales, los excluidos y los disidentes que se animan a reclamar por su derecho a vivir con apego a bagajes culturales alternativos a las “buenas costumbres” y la “moral” única, que reniegan de los datos objetivos del pluralismo y la diversidad de nuestras sociedades fragmentarias.
 En este contexto, es importante preguntarse es en qué medida esos miedos contribuyen o determinan a la configuración de una realidad alternativa, donde el miedo y la sensación de inseguridad resulten completamente distintos de la existencia verificable de un incremento de los riesgos.
La dilucidación de este extremo es central, no para subalternizar la preocupación por el delito sino, justamente, para atenderlo, educar a favor de la seguridad y en contra del miedo, justamente porque éste constituye uno de los más formidables elementos contemporáneos de control social.
La alarma social, convertida en estado permanente, la sensación de inseguridad y el miedo al delito tienen un efecto devastador para la sociedad democrática y para los individuos en particular.
Con todo, y siguiendo a Vozmediano, San Juan y Vergara[4], hacemos una advertencia sobre la diferencia entre lo que significa el miedo al delito, en tanto “temor de los ciudadanos a ser personalmente víctimas de la delincuencia”, de la percepción o sensación de inseguridad, que puede abarcar el “miedo al crimen en abstracto, como una inquietud respecto al delito como problema social. Dando un paso más, podemos entender la inseguridad ciudadana como el compendio de inquietudes que viene impregnando el discurso de la denominada “sociedad del riesgo”.
El miedo termina condicionando la vida de las personas, recortando su vida social, alterando su vida relación y provocando un aislamiento generalmente acompañado de estados de angustia o ansiedad, propiciando la “fractura del sentido de comunidad, abandono de los espacios públicos, actitudes favorables a políticas penales más punitivas, efectos psicológicos negativos a nivel individual y cambio de hábitos (adoptar medidas de seguridad, evitar transitar por ciertas zonas…)”[5].
Estas reflexiones conducen a las configuraciones de Wagman sobre los “cuatro planos de la inseguridad”.
En esta línea de razonamiento, es preciso ubicar una primera delimitación de la inseguridad derivada de la existencia del delito en la vida cotidiana de las personas.
Un segundo plano se vincula a las sensaciones de incertidumbre y miedo que generan las catástrofes y desastres, naturales o provocados, que se abaten sobre el planeta, y que provocan su acelerado deterioro.
Una tercera mirada está, justamente, dirigida a comprender la inseguridad como miedo, percepción o intuición que no necesariamente coincide con la realidad objetiva.
El cuarto plano, justamente, descubre a la inseguridad -y al miedo- como formidables instrumentos de control social y dominación política que impactan de manera brutal en la convivencia social organizada y armónica, requisito organizacional básico de las democracias y el Estado Constitucional de Derecho[6].
Este muestreo  efectuado en la ciudad de La Plata en el año 2008, permite afirmar que es posible realizar este tipo de intervenciones sin costo ni dificultad objetiva alguna.
La delimitación de las percepciones e intuiciones con respecto al crimen y el miedo al delito constituyen un insumo imprescindible para los operadores del sistema, ya que no identificados los antecedentes y las formas del constructo en el miedo al delito, y una aproximación a los mismos promoverá una mayor calidad de vida humana y el diseño de estrategias de política criminal compatible con certidumbres emanadas de esas percepciones y las formas como el miedo se construye y se transmite como discurso dominante: identificar e intervenir sobre los antecedentes del miedo permitirá promover una mayor calidad de vida urbana.
A continuación, se transcriben las conclusiones de las primeras diez entrevistas realizadas en el inicio de este trabajo etnográfico. Es interesante advertir la relación entre miedo al delito y niveles de victimización objetivos, y cómo el miedo se desagrega y expresa en percepciones y narrativas diferentes, frente a la incorporación de variables tales como la presencia cercana de la cárcel respecto de los lugares de residencia de los entrevistados, un insumo hasta ahora inexplorado que constituye una de las originalidades que plantea la investigación, condicionada por una opción por la metodología cualitativa y, fundamentalmente, por los medios de que se dispone para llevarla a cabo.
1. Jaime tiene entre 40 y 50 años. Es peruano y trabaja como portero de un edificio céntrico de la ciudad, habitado por gente de clase media y media alta. Nunca fue víctima de un delito, y reconoce que en su país natal los indicadores de delincuencia son mucho mayores que en la Argentina, a la que identifica con La Plata (“allá está mucho peor”). Admite sentir mucho miedo ante la posibilidad de ser víctima de un delito y dice que siempre lleva consigo un “controlador de pánico”, especialmente para ser utilizado “cuando sale afuera” del edificio. Relata hechos de hurto (conoce el caso de un automotor Fiat 147 que había permanecido estacionado durante días frente al edificio donde trabaja), la mayoría de los cuales les han sido relatado por terceros. Señala, no obstante, que el centro de La Plata “es muy peligroso”.
2. Alicia es abogada. Tiene entre 25 y 35 años. Dice que siente un muy intenso miedo al delito, que la posibilidad de ser víctima de un delito está entre sus principales miedos (tengo miedo a la muerte producida con motivo u ocasión de un delito). Señala que “toda la gente” tiene mucho miedo.
3. Adriana tiene 52 años. Es odontóloga, aunque no ejerce su profesión. Señala que toma muchas precauciones al salir a la calle, y lo propio hace con sus dos hijas, de 18 y 20 años. “Vos no sabés lo que es esto”, expresa (refiriéndose a la realidad que la circunda y más especialmente a la delincuencia común). Reconoce que nunca fue víctima de un delito, pero sí que sabe de familiares directos que han sido víctimas de hurtos o robos y además expone una cantidad innumerable de hechos que conoce por terceros y, también, por los medios de comunicación. El miedo al delito está entre sus principales temores.
4. Florencia tiene 25 años. Es estudiante de Sociología y oriunda del interior. Refiere que un año atrás, una noche que volvía del súper con su hermano menor fueron asaltados a punta de pistola en el palier del edificio, y obligados a subir a su apartamento, donde el atacante los redujo e inmovilizó, mientras les exigía dinero y les repetía que no dieran cuenta a la policía una vez que él se fuera. Conjetura que el episodio pudo haber sido determinante para que su hermano abandonara sus estudios, pero que ella lo había superado a los pocos días. No siente miedo a ser víctima de un nuevo ataque. De hecho, regresa de la facultad todos los días en horario nocturno y atravesando una plaza pública del centro de la ciudad, y no ha vuelto a tener experiencias de ese tipo. Como único recuerdo ingrato de aquel episodio, relata que la policía se encargó de dar las identidades de ambos (incluso consignado erróneamente como mayor la de su hermano - “a propósito”, para poder publicarlo, dice Florencia, cosa que sí le hizo sentir temor por posibles represalias-y su dirección exacta a la prensa, que los publicó tal cual. Curiosamente, tiene miedo de la policía, pero no de terceros o extraños.
6. Miguel tiene 62 años y es el primero de los taxistas entrevistados. Ni bien pone dirección a la Terminal, que es el lugar que le indico como destino, escucha que un joven le grita algo a su paso, como reprochándole lo intempestivo de la partida. “Qué te pasa, negro boludo”, le dice en un tono entre provocativo y dominante. Reivindico su conducta y le digo algo así como “ya no se puede andar por la calle, con estos muchachitos por ahí; están cada vez más irrespetuosos”. Me cuenta que él es jubilado del Servicio Penitenciario, que lo que pasa es que “todo” es un absoluto desorden, que no se sabe ya quiénes son los buenos y quiénes los malos. Que esta confusión la ha creado el gobierno, y que la gente ya no puede vivir por temor a la delincuencia, a la que asocia con los delitos predatorios. Nunca fue víctima de un delito.
7.  Raúl también es taxista. Tiene más de 60 años. Es locuaz y no me cuesta nada preguntarle de manera directa si aquí en La Plata el tema de la delincuencia es realmente tan grave como lo refleja la prensa. Sí, maestro, me responde con gesto grave, mirándome por el espejo retrovisor. Dice que después de las 8 y media o 9 de la noche “ya no se puede salir, acá”. Admite que a él nunca le pasó nada, pero que “el problema es que estos guachos, los delincuentes, son todos menores”. Entonces, “los vigilantes se rompen el culo para agarrarlos, y al rato vienen los jueces o los fiscales y los largan porque son menores”- “por eso matan tanta gente, acá. Aunque la mayoría de los que mueren son estos guachitos (siempre utilizará esta expresión para referirse a los jóvenes), pero matan a 2 y aparecen otros 10, matan 10 y hay 100, parece que dejaran semillas estos h…de p…”. Señala que esto no tiene solución, y que además “no les calienta solucionarlo”, aludiendo, supuestamente, a las agencias estatales. Cuando pasamos por 7 y 50, advierte la presencia de 5 o 6 jóvenes en la vereda de la legislatura, en un lugar que a esa hora (20,48) se encuentra muy densamente transitado. Acto seguido me previene de que “esos son”. “Si ud pasa por ahí, le aparecen desde un lugar oscuro y “lo hacen”, y encima por ahí los desfiguran a trompadas. Los chicos, vestidos con bermudas, remeras y algunos con gorritas, seguían jugando entre ellos. Cuando llegamos al edificio donde queda mi apartamento, ve a unos chicos que todas las tardes aprovechan la superficie lisa de la vereda de un edificio público para practicar skate. “Allá hay otros. Hacen como que están ahí boludeando y su usted pasa por al lado de ellos por ahí le manotean el bolso o la cartera”. En este caso, solamente se ven los jóvenes enfrascados en su actividad, pero ni siquiera se observa ningún otro rasgo, ni su vestimenta, ni sus rostros. Absolutamente nada. Me demoro a propósito en bajar del auto y se lo nota incómodo, temeroso, con la vista fija en los jóvenes (a quienes cruzo todos los días y todas las noches).
8. Rolando, otro taxista. Tiene alrededor de 60 años. Dice que “está podrido de cómo está todo”. Que a él “nunca le pasó nada”. Y que esto se arregla “únicamente si viene alguien con pelotas y pone las cosas en su lugar. Un Pinochet”.
 9. Renzo tiene una pequeña peluquería en el centro de la ciudad. Es oriundo de Huanguelén y hace unos años que vive en La Plata. Es locuaz, tiene clara posición tomada frente a hechos políticos contemporáneos (problema con el campo por las retenciones, la contaminación ambiental, la cuestión criminal), conoce a los actores institucionales provinciales, y cree que hay una exagerada sensación de inseguridad y que el miedo al delito lo ha llevado a advertir a su familia para que esas percepciones (en cuya generación le asigna particular relevancia a los medios de comunicación, en especial a la televisión) no les hagan cambiar sus rutinas ni su forma de vida. Tampoco ha sido víctima de un delito en el tiempo que lleva residiendo en La Plata.
10. Florencia es peruana, tiene alrededor de 35 años, y realiza tareas domésticas por hora. Dice que “los chicos están tranquilos”, que “no hay problema de delincuencia” en su barrio. Vive “en una casilla” (asentamiento precario) en las afueras de Berisso. Es muy reticente a explayarse sobre el tema, no se logra inicialmente construir un vínculo suficiente como para indagar mucho más sobre sus percepciones y sobre su historia de vida.
Aclaración: los nombres de las personas son ficticios.








[1] “Etnografías Contemporáneas. La medición de la “sensación de inseguridad en las encuestas de victimización. Apuntes teórico-metodológicos para el abordaje de las representaciones sociales sobre el delito y la crisis de la (in) seguridad”, Revista Litorales. Año 5, n°7, diciembre de 2005.


[2] “La cultura del control”, Gedisa, 2001, p. 184.
[3] conf. Simon, Jonhatan: “Gobernando a través del Delito”, en “Delito y Sociedad”, N° 15, Universidad Nacional del Litoral, p. 75 y ss.

[4] Vozmediano, Laura; San Juan, César; Vergara, Ana Isabel: “Problemas de Medición del miedo al delito. Algunas respuestas teóricas y técnicas”, disponible en Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología”, Artículos, 10-7, 2008.
[5] Ibid.
[6] Conf. Wagman, Daniel; “Los cuatro planos de  la seguridad”, Ponencia presentada en el Congreso “Política Social y Seguridad Ciudadana”, Escuela Universitaraia de Trabajo Social, Vitoria- Gasteiz, 2003, actualmente disponible en sitio “Seguridad Sostenible”, www.iigov.org/seguridad/?p=17_01


[1] Fuentes Osorio, Juan L.: “Los medios de comunicación y el derecho penal”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, RECPC, 07-16, 2005.