ALGUNAS CARACTERÍSTICAS (CONOCIDAS) DE LAS SOCIEDADES DE LA MODERNIDAD TARDÍA.




Durante los últimos cinco años, hemos estado discutiendo en este espacio, acerca de las nuevas formas que asume la crisis del capitalismo durante el tercer milenio. La coexistencia de una suerte de nuevo multilateralismo económico, político, cultural y social, parece convivir arduamente con un unilateralismo que en materia militar garantiza todavía la hegemonía del imperialismo.

Vivimos una era atravesada por la relatividad y el relativismo. La naturaleza y la complejidad de las grandes trasnsformaciones sociales, su envergadura y la velocidad con la que se propagan esos cambios, plantean un escenario sin precedentes para la humanidad. Incluido el fatal deterioro ecológico y ambiental del planeta. Esta transición revolucionaria, precipitada a máxima velocidad, impide o al menos dificulta seriamente la articulación de respuestas políticas contrahegemónicas. Más aún, su volatilidad crítica ni siquiera permite la formulación de rápidas preguntas.

Esto no debería sorprender. Los grupos minoritarios, que son los
beneficiarios de los nuevos y fabulosos procesos de apropiación y rapiña se hallan demasiado empeñados y concentrados en sus actividades
hegemónicas como para reflexionar sobre lo destructivo, riesgoso y
amenazante de sus prácticas predatorias. Las grandes mayorías de las
sociedades planetarias, por su parte, se encuentran febrilmente ocupadas en sobrevivir, resistir, o adaptarse a una nueva realidad brutal,excluyente e inéditamente injusta, que amenaza con degradarlos cada día más. La construcción reflexiva de un relato totalizante progresista puede que sea una utopía regresiva cuando el mundo bipolar feneció hace apenas tres décadas. Un instante en tiempos históricos. Pero esa realidad, absolutamente verificable, en modo alguno puede negar la existencia
dinámica de diferentes formas de resistencia popular, de la disputa en
distintos campos de una batalla cultural que está lejos de ser saldada, de tentativas de organización inacabadas de variados colectivos sociales dispuestos no tanto a disputar el poder de las nuevas burguesías postmodernas, cuanto a incomodar al capitalismo cualquiera sean formas.


2. RELACIONES INTERNACIONALES Y GLOBALIZACIÓN.
Desde nuestra perspectiva, el comportamiento imperial no ha variado
sustancialmente en la modernidad tardía, y reconoce notorias identidades
con las lógicas que utilizara durante el capitalismo temprano. La creencia
de un derecho basado en la fuerza, sustentado en el realismo político y
las tesis de vacío de poder no se han modificado. Sí lo han hecho las
tecnologías, las acciones y reacciones adoptadas en virtud de los grandes
cambios planetarios y la posibilidad de articular formas de control con
lógicas identitarias tanto en el orden internacional como interno de las
naciones.
Ya no es necesario construir un enemigo "comunista" (aunque sí lo sigue
haciendo en muchos casos, como en lo que atañe a sus relaciones con Cuba,
Venezuela, Corea del Norte, Bielorrusia, etc), sino perseguir, "civilizar"
y "democratizar" a los distintos y los díscolos. Que, en casi todos los
casos, son poseedores de grandes reservas de preciados recursos naturales.
Guerras de baja intensidad, operaciones policiales de alta intensidad, se
han llevado a cabo, desde la agresión de la OTAN a los Balcanes,
utilizando la fachada de “operaciones humanitarias”, que encubren
generalmente graves crímenes contra la Humanidad. Como nunca antes, el
capitalismo parece emerger de una mezcla de sangre y lodo, como señalaba
Marx.
La gran crisis financiera global, no obstante, parece obligar al Imperio a
resolver sus crisis cíclicas en base a una gran guerra, como lo hizo a
través de toda su  historia.
Es muy cierto que al amparo de la globalización se registran procesos cuya
dinámica y profundidad resultaban inimaginables hace apenas unas décadas.
Lo interesante es intentar descubrir la anatomía, las regularidades de
hecho y las rutinas que, en términos económicos y culturales, ha deparado
este nuevo concepto de lo global. Para ello es necesario distinguir, al
menos, ciertos hitos históricos, no necesariamente análogos, continuos ni
simétricos.
El primer tramo de la globalización, asociado a la unipolaridad, el
consenso de Washington, el dogma neoliberal, las TIC´s y el debilitamiento
del rol soberano de los estados nacionales, resultó claramente hegemónico
hasta principios de la década pasada. Varias crisis y colapsos de magnitud
(Rusia, México, Japón, América Latina) conmovieron esa primera expectativa
pletórica de crecimiento y fe en las posibilidades de un neoliberalismo
sin relatos alternativos. Estas crisis, dieron lugar, a su vez, a nuevas
formas de capitalismo, una reaparición de los Estados como articuladores
protagónicos de la economía, nuevos liderazgos regionales y estrategias
contracíclicas heterodoxas. Es el caso de Rusia, China, India y América
Latina.
Muchos de estos países, azotados hace menos de una década, por profundas
crisis económicas y financieras, pudieron aprovechar la fluidez de los
cambios globales para recomponer en poco tiempo sus economías (Argentina,
Brasil, Ecuador, Venezuela, Bolivia). Por el contrario, las recetas
monetaristas neoliberales han causado, con la misma vertiginosidad,
severas crisis en países desarrollados de Europa.
El paradigma del discurso único neoliberal, que presagiaba el "fin de la
historia" y el ocaso de los grandes relatos, avalado por un gran gendarme
universal, fue –paradójicamente- el  más fugaz de la historia humana.
Entró en crisis en poco más de dos décadas, y dio lugar al surgimiento de
alianzas múltiples, tanto en el plano militar como económico, político y
cultural.
Este abrupto cambio, signado por la aparición de bloques emergentes,
alteró sensiblemente la anterior hegemonía global, y la sustituyó por un
magma en permanente transformación, todavía no delineado en sus contornos
definitivos, que amenaza el predominio económico de la primera potencia
mundial. Ésta, no obstante, sigue siendo la nación que más gasta en
armamentos y mantiene por ende el predominio militar.
Pareciéramos asistir a una nueva gran crisis del capitalismo (debe
reiterarse la forma cruenta como éste superó históricamente sus crisis
cíclicas), en la que asoman nuevas alianzas a nivel político, continental
e intercontinental (BRICS, CELAC, MERCOSUR), que confieren a la realidad
mundial una impronta multipolar, mientras supervive, en teoría, una única
superpotencia bélica.
El sistema internacional, por lo tanto, es un conjunto de normas y
prácticas  de interacción, vigente entre los actores internacionales, que
abarca estados, organismos y otras instituciones, articulado generalmente
a través del conflicto, los intereses y las relaciones de fuerza o poder
vigentes entre los mismos.
Los actores del sistema internacional son los Estados, los grupos
subnacionales (por ejemplo, las minorías) o entidades análogas en pugna
por su liberación (naciones sin estado o entidades estatales en trance de
formación), organismos interestatales internacionales, coaliciones o
bloques de Estados (G 20, CELAC, UNASUR), organizaciones de diversa índole
(política, económica, religiosas) que operan transnacionalmente y que no
tienen a gobiernos o sus  representantes como miembros, conferencias
internacionales, organizaciones internacionales no gubernamentales, el
derecho internacional y sus tribunales, organismos, estatutos y normas
específicas.
El sistema internacional, funciona en base a los intereses permanentes de
sus actores y sus formas de relación. Estas relaciones no son
igualitarias, no han sido casi nunca democráticas ni siquiera
consensuales, pero no pueden dejar de mantenerse, al menos con este grado
de desarrollo de las formas de coexistencia interestatal. Expresan
relaciones de poder y nuevos conflictos de naturaleza diversa, que se
profundizan al proyectarse el capitalismo hacia su última fase
imperialista, aunque su fundamento explícito sea la solidaridad, la paz,
la seguridad, el bienestar y los intereses de los actores.
La globalización dota de un nuevo fundamento al sistema internacional, ya
que la interdependencia obligatoria resignifica las razones que le
conferían sentido en la modernidad temprana, introduciendo cambios en los
mapas y las relaciones, las alianzas estratégicas, la aparición de nuevos
bloques y nuevos sujetos políticos.

3. LA GUERRA EN LAS NUEVAS LÓGICAS IMPERIALES. FORMAS DIRECTAS DE
INTERVENCIÓN Y CONTROL MILITAR.
La guerra ha sido el medio, tan eficaz como brutal, mediante el cual  el
sistema capitalista mundial ha superado sus crisis cíclicas, reconvertido
su economía de paz, disputado mercados coloniales y atravesado las grandes
depresiones y las dificultades que se plantearon a los procesos de
acumulación y expansión del capital.
En torno a este concepto se ha afirmado: “En la etapa imperialista todos
los territorios coloniales ya se han repartido, lo mismo que las zonas de
influencia. Más necesitado aun de territorios económicos que en su afable
ciclo anterior, el imperialismo procede a una redistribución periódica del
mundo colonial. La penetrante observación de Clausewitz cobra aquí pleno
valor: “la guerra es la continuación de la política, pero por otros
medios. El apetito de materias primas, combustibles y mano de obra barata,
una irrefrenable necesidad de nuevas zonas para la inversión de capitales,
el control de las comunicaciones y la disputa feroz por los mercados
mundiales, son otros tantos signos distintivos del imperialismo
contemporáneo. (…) Las guerras devastadoras entre las potencias
imperialistas rivales o el “talón de Aquiles” fascista contra el
proletariado llegan a ser las armas primordiales en la lucha moderna por
la plusvalía mundial”[1].
A través de la historia, el capitalismo  ha superado sus crisis mediante
la apelación recurrente a la guerra. Los períodos de pacificación  han
permitido, en cada caso, una reconversión de su economía y posibilitado
nuevas etapas cíclicas de recomposición del sistema a escala planetaria.
La guerra ha implicado además, desde siempre (en la psicología, las
representaciones y las intuiciones de las multitudes), un elemento de
galvanización social que, como denominador común de los Estados soberanos
durante la modernidad temprana, ha desatado enormes reacciones de
patriotismo y una necesaria coalición entre los partidos liberales y las
burguesías de los países centrales, que apelaron a las conflagraciones
como forma de hacer frente a las crisis sistémicas del capitalismo
financiero[2].
Sin embargo, la guerra ha experimentado también importantes
transformaciones conceptuales y simbólicas. Desde los albores de la
Modernidad
, y hasta comienzos del siglo pasado, la guerra era una

cuestión que incumbía únicamente a los Estados y se dirimía exclusivamente
entre ellos.
Los enemigos, integrantes de los ejércitos regulares de potencias
extranjeras, eran reconocidos “como iustus hostis (esto es, como enemigo
justo en el sentido, no de ‘bueno’, sino de igual y, en tanto que igual,
apropiado) y distinguido tajantemente del rebelde, el criminal y el
pirata. Además, la guerra carecía de carácter penal y punitivo, y se
limitaba a una cuestión militar dilucidada entre los ejércitos
estatalmente organizados de los contendientes, en escenarios de guerra
concretos que finalizaba mediante la concertación de tratados de paz que
incluían el intercambio de prisioneros y cláusulas de amnistía".
Ya en la Primera Guerra imperialista, se advirtió una modificación
cualitativa y cuantitativa en las formas de concebir y llevar a cabo los
enfrentamientos armados. Los cambios en la táctica y la estrategia bélica
acompañaban la evolución tecnológica y los progresos científicos, que eran
a su vez los emergentes de nuevas formas de articulación y ordenamiento
del poder mundial, el derecho internacional, la soberanía y los Estados.
Si bien la contienda quedaba ahora limitada a los ejércitos, las nuevas
tecnologías de la muerte y las formas masivas de eliminación del enemigo,
constituyeron el prólogo de la masacre que durante la Segunda Guerra
enlutó al planeta, con la devastación sin precedentes de la población
civil, ciudades arrasadas, la utilización de armas atómicas, y el
juzgamiento final de los vencidos por parte de los primeros tribunales
competentes para entender respecto de la comisión de crímenes contra la
Humanidad. Esa
fue la última gran confrontación entre naciones, entendido

el concepto con arreglo a las pautas tradicionales mediante las que hemos
incorporado culturalmente el concepto de guerra.
Las guerras actuales, en cambio, ya no son cruzadas expansionistas
tendientes a anexar territorios, ni a imponer una determinada voluntad o
ganar espacios en la disputa por mercados internacionales.
Por el contrario,  representan hoy en día una disputa cultural, se llevan
a cabo con la pretensión de imponer valores, formas de gobierno y estilos
de vida, que coinciden con un sistema económico y político determinado: la
democracia capitalista impulsada por el Imperio, una novedosa figura
supranacional de poder político.
Por lo tanto, a partir del desmembramiento de la ex Unión Soviética y la
caída del Muro de Berlín, el Imperio fue el encargado de administrar el
aniquilamiento de los enemigos, en una confrontación que debe acabar
necesariamente con la colonización cultural, territorial y económica de
los “distintos” -generalmente estigmatizados como “terroristas”- en un
mundo unipolar.
Estas características se exacerbaron, indudablemente, a partir del 11-S y
el incremento del riesgo que surge del primer ataque sufrido por los
Estados Unidos en su propio territorio, aunque habían formado también
parte del arsenal ideológico y cultural de los genocidios reorganizadores
perpetrados luego de la segunda guerra mundial.
La inmediata decisión de enfrentar al terrorismo apelando a cualquier tipo
de medios, adquirió una renovada significación de “guerra justa”, en la
que no era valorada positivamente la condición pacífica de la neutralidad
que caracterizó al derecho de gentes hasta el siglo XIX.
En cambio, la participación en este tipo de conflictos pasa a ser exhibida
como una obligación moral, asumida para contrarrestar o neutralizar  los
riesgos que supone la supervivencia de los enemigos. Cualquier medio,
entonces, es válido para eliminar a los enemigos, incluso antes de que
éstos hayan llevado a cabo conducta de agresión u ofensa alguna[5].
Todo es legítimo si lo que quiere preservarse es un determinado orden
global, liderado de manera unilateral. Precisamente, para que ese poder
único alcance los fines proclamados de la paz y la democracia, “se le
concede la fuerza indispensable a los efectos de librar -cuando sea
necesario-guerras justas en las fronteras, contra los bárbaros y, en el
interior, contra los rebeldes”.
La censurable noción de “guerra justa” -vale señalarlo- estuvo vinculada a
las representaciones políticas de los antiguos órdenes imperiales, y había
intentado ser erradicada, al parecer infructuosamente, de la tradición
medieval por el secularismo moderno.
Entonces -y también ahora- supuso una banalización de la guerra y una
(banalización y) absolutización del enemigo, en cuanto sujeto político. A
este último se le banaliza como objeto de represión, y se lo absolutiza
como una amenaza al orden ético que intenta restaurar o reproducir la
guerra, a través de la legitimidad del aparato militar y la efectividad de
las operaciones bélicas para lograr los objetivos explícitos de la paz, el
orden y la democracia.
El caso testigo de esta nueva impronta de la guerra lo configura la
política exterior de los Estados Unidos, que pese al cambio de su
administración y el padecimiento de una fenomenal crisis financiera y
política interna, podría igualmente emprender en el futuro una nueva
cruzada ética contra Irán o Corea del Norte, cuando no ha logrado todavía
saldar decorosamente sus cruentas intervenciones policiales  en Irak y
Afganistán.
Al respecto, se ha entendido que el 11 de septiembre ha cambiado nuestra
subjetividad de ciudadanos de occidente, ha puesto al descubierto la falsa
conciencia de nuestra invulnerabilidad, la ilusión inconsistente de
nuestra seguridad eterna, el miedo a que “nosotros” engrosemos la lista de
víctimas que, durante otras catástrofes terribles de la segunda mitad del
siglo XX, afectaban a un mundo que considerábamos exterior,  habitado por
otros, de cuya existencia y padecimientos el primer mundo tomaba
conocimiento a través de las plácidas lecturas de los periódicos o mirando
en la televisión programas informativos que relataban guerras sin muertos,
heridos ni destrucción masiva.
La principal perplejidad que plantea el mundo globalizado es que ya no
existe ese mundo exterior y que esas certidumbres ficticias  son capaces
de desmoronarse como un maso de naipes.
La crisis inédita de la noción de soberanía pone al descubierto la
distinta relación de fuerzas de los Estados y la potencia fenomenal de las
corporaciones para prevalecer frente a éstos y confundir amañadamente sus
intereses con los de aquellos.
Concluida la división del mundo en bloques, la política -condicionada por
el interés supremo del capital financiero, que no reconoce fronteras
aunque sí, desde luego, intereses- no pasa a ser exterior sino que, por el
contrario, nos encontramos frente al desafío inédito de una política
interior del mundo.
Por el contrario, en vez de percibirse los atentados como delitos contra
la humanidad, se los ha concebido como una suerte de “nuevos Pearl 
Harbour” contra los que es preciso reaccionar de la manera más irracional
que se recuerde desde la Segunda Guerra , basándose en la idea anacrónica
de una guerra justa, sustentada en un derecho de excepción, que contraría
la idea misma del derecho como forma pacífica de resolución de las
diferencias[11].
Estas formas novedosas de autoridad y poder imperial, se profundizaron a
partir de la caída del muro de Berlín y la debacle de la experiencia
socialista de la ex Unión Soviética y los países del Este. Se anunció
entonces el “fin de la historia”, de los grandes relatos y de las utopías
igualitarias (lo que se conoció también como el “fin de las ideologías”) y
dio comienzo  la era del pensamiento único, donde las gramáticas
conservadoras ganaron rápidamente un consenso inusitado a nivel mundial,
respaldándose en la alianza reagan-thatcherista y el Consenso de
Washington, durante las décadas de los años 1980 y  1990.
La ideología de mercado ha contribuido singularmente, desde entonces, a la
degradación del medio ambiente, la expoliación irracional de los recursos,
la inequidad, la injusticia social,  la concentración brutal de la
riqueza, un crecimiento nunca visto de la  violencia, la exclusión y la
pobreza.
Y ahora asistimos a una situación global en la que no solamente las
fuerzas productivas, sino más propiamente los sistemas financieros,
desbordaron las fronteras de los Estados nacionales, con lo que la crisis
y la decadencia no pueden observarse nunca fuera del imperio, sino
incorporadas a su parte más íntima. “La crisis financiera desemboca, dos
años después de la quiebra del Banco Lehman Brothers, en el castigo a la
población del Viejo Continente, firmemente “invitada” al sacrificio para
expiar faltas que no cometió. Aunque desde la era Reagan-Thatcher se
conoce bien la propensión de los gobiernos neoliberales a agitar el
espantajo de la deuda pública (mantenida por los bajos impuestos
consentidos a su clientela acomodada) para reducir los gastos del  Estado,
privatizar las empresas públicas, recortar los programas sociales y
debilitar los sistemas de protección social, no podía precedecirse que lo
conseguirían otra vez, dada que la habitual “estrategia de shock” parecía
tener que deslizarse  esta vez  por una puerta bastante estrecha”.
El paradigma neoliberal resultó, finalmente, el que menos tiempo mantuvo
su hegemonía en toda la historia de la humanidad. En menos de dos décadas,
se ha visto sumido en una crisis de proporciones bíblicas.
No obstante, ese corto período le alcanzó igualmente para profundizar las
estrategias globales de segregación y violencia, bajo el  pretexto de un
combate permanente contra el terrorismo.
También, ha ganado un generoso espacio en materia cultural, fascistizando
las relaciones internacionales y legitimando el derecho penal de
emergencia a través de retóricas vindicativas y utilitaristas, que se han
insertado exitosamente en las lógicas de los ciudadanos de la aldea
global.
“En los quince años transcurridos desde entonces, el mundo imperialista
no aprendió nada ni olvidó nada. Sus contradicciones internas se
agudizaron. La crisis actual revela una terrible desintegración social de
la civilización capitalista, con señales evidentes de que la gangrena
avanza”, decía León Trotsky en 1932[14], en un trabajo que describía las
crisis cíclicas del capitalismo y su imbricación con las guerras. La cita
conserva una dramática actualidad y se asemeja demasiado a una profecía
autocumplida. En plena crisis del capitalismo mundial, Estados Unidos
conserva 28.000 efectivos y 106 bases militares en Corea del Sur (según
da cuenta la periodista Telma Luzzani en su libro "Territorios
Vigilados", una investigación destinada a describir el modus operandi de
las bases norteamericanas en Sudamérica), acaba de destinar dos
bombarderos invisibles con capacidad nuclear de última generación, para
realizar (nuevos) ejercicios militares conjuntos con el gobierno afín de
Seúl (mientras se detalla públicamente un plan para destruir de manera
sistemática y gradual todos y cada uno de los monumentos que norcorea
dedica a sus héroes), en lo que se considera una de las provocaciones más
explícitas en las que incurriera en los últimos tiempos, colocando
nuevamente al mundo al borde de un holocausto.
Se trata, evidentemente, de un nuevo ejemplo absolutizante del poder
imperial, tendiente a reeditar un estatus de guerra, fundado en una
supuesta amenaza al orden ético que se intenta imponer a los insumisos con
la única legitimidad que confieren la prepotencia militar, la capacidad de
hacer efectivas sus prácticas de coerción, y la complicidad de los
organismos internacionales que autorizan las agresiones bélicas, delegando
en el gran gendarme la custodia de la paz, la democracia y el "orden"
global.

4. UN CAPITALISMO EN CRISIS, AMENAZANTE E INSEGURO.

Asistimos a la que se presenta como la crisis más profunda del capitalismo
global desde su primer colapso durante la gran depresión del 29', que al
parecer no solamente no ha terminado sino que amenaza con alcanzar
proporciones cataclísmicas, que  ponen en cuestión los paradigmas
unidimensionales del fin de la historia que proclamaba Francis Fukuyama ,
cuya hegemonía duró apenas dos décadas. En ese lapso, el pensamiento
conservador, sus lógicas y narrativas, no solamente se expandieron
rápidamente y con inusual éxito por los países más poderosos de la tierra,
sino que al influjo de las nuevas recetas neoliberales, las regiones más
desfavorecidas del mundo adhirieron también a diferentes programas que
poseían esa misma impronta ideológica. El Consenso de Washington hizo lo
suyo y las experiencias políticas de las décadas del 80' y 90' en América
Latina así parecen atestiguarlo. Se trató, al final de cuentas, del
paradigma hegemónico más corto de la historia humana. En menos de 20 años
-un instante en términos históricos- la realidad objetiva planetaria
conoce ya que el mercado ha demostrado su imposibilidad de contribuir sino
a experiencias espantosas de depredación e inequidad, de proporciones
inusitadas en todo el mundo, a una concentración de la riqueza sin
precedentes, una consecuente diseminación de la exclusión y la pobreza a
escala ecuménica (la fortuna de las 400 personas más ricas del mundo
equivale al patrimonio de 2300 millones de seres humanos), y una crisis de
proporciones y consecuencias -como decimos- hasta ahora desconocidas. No
solamente las fuerzas productivas, sino más propiamente el sistema
financiero desbordaron las fronteras de los estados nacionales, esencia
misma de la globalización. “En los quince años transcurridos desde
entonces, el mundo imperialista no aprendió nada ni olvidó nada. Sus
contradicciones internas se agudizaron. La crisis actual revela una
terrible desintegración social de la civilización capitalista, con señales
evidentes de que la gangrena avanza”, decía León Trotsky en 19326, en un
escrito que parece demostrar la inexorabilidad de las crisis del
capitalismo y su carácter cíclico de profecía autocumplida. No obstante,
la propia dinámica de la realidad objetiva parece acercarnos algunas
pautas para intentar entender algunos aspectos fundamentales. Así, podemos
afirmar que asistimos a una crisis global sin precedentes, donde -como ya
hemos dicho- cruje el paradigma hegemónico más breve de la historia
humana. Luego, que el mundo no será el mismo a partir de la crisis, y que
podemos asistir a una nueva relación de fuerzas ecuménicas, en lo que
importaría la superación del concepto de la unipolaridad. Por lo demás,
las dificultades en la caracterización y la profundidad de la misma,
contrastan con la rápida puesta en práctica de una batería de medidas que
apuntan a superar una pretendida “crisis de confianza” de los mercados,
otorgando un crédito inicial de 700 billones de dólares a los bancos,
ponen al descubierto la autonomía relativa de un Estado que -pese a
declamar la representatividad del conjunto social- restringe la misma a la
tutela de las entidades reproductoras y asegurativas del capitalismo
financiero, mientras los analistas de CNN sugieren a los temerosos
ciudadanos restringir sus gastos en restaurantes. Finalmente, que las
nuevas inseguridades que se agregan a las múltiples ya existentes en la
"sociedad global de riesgo", autorizan a indagar si habrá algún intento
imperial de superar la misma, también en este caso, mediante la guerra,
que en realidad debe entenderse como una batería de intervenciones
policiales a nivel internacional. Y si las nuevas ideologías securitarias
impactarán en la región de la mano de una hipertrofia del punitivismo
prevencionista y peligrosista, que luego de "reinventar" un enemigo,
proponga la vigencia de un nuevo sistema de creencias y representación
global, que implique una obligada desformalización y funcionalización de
los sistemas penales internos y del derecho penal internacional.
Es menester entonces dar en la Argentina , y desde América Latina, una
discusión sostenida desde la sociedad y el Estado, reivindicando la
amplitud del concepto de seguridad humana, que es central justamente en el
marco de una sociedad que, como pocas, ha sufrido las inseguridades que el
capitalismo tardío marginal depara. La convalidación de una percepción
reaccionaria de la “inseguridad”, únicamente se comprende a partir de una
declinación en el plano discursivo, cooptado y rellenado a su imagen y
conveniencia por los sectores más conservadores de la sociedad, que además
se escudan en el “cumplimiento de la ley” como forma de disciplinamiento
ritual.
Es que las nuevas formas de dominación obligan a ocultar la verdadera
ideología de sus mentores y ejecutores políticos. Asistimos a una sociedad
que naturaliza fenómenos tales como el aumento exponencial de la población
reclusa, el deterioro de las libertades civiles y un enfrentamiento
declarado y continuo contra las “clases peligrosas”; una guerra que se
comporta como un instrumento totalizante de control social y custodia de
un sistema, que no tiene fin, donde se confunden ensayos militares de baja
intensidad, y lógicas y prácticas policíacas de alta intensidad, donde las
relaciones internacionales y la política interior tienden a confundirse y
a difuminarse las diferencias en la visualización de un enemigo que en las
guerras pasadas, libradas por estados soberanos, existía siempre en el
“afuera”.Las experiencias políticas en los estados convenientemente
debilitados, en los que la “lucha contra el delito” se vuelve
indispensable para la legitimación de los mismos, demuestran que estas
irrupciones conducen a regímenes autoritarios y policiales, que conservan
las formas extrínsecas aparentes de la democracia,8 La lógica de la
“enemistad” y una práctica de la desconfianza permanente, impiden hacia el
interior de estas sociedades, advertir los términos de las contradicciones
fundamentales, y las opiniones se banalizan generalmente respecto de
cuestiones personales escandalosas o, a lo sumo, se entretienen en el
control rumoroso de hechos que juzgan socialmente reprochables, incluso la
corrupción estatal, justamente porque permiten distinguir maniqueamente a
los buenos de los malos; a los amigos de los enemigos, a quienes -como es
obvio- tampoco les cabe “ni justicia”.
Esta “desideologización” de lo político, implica que las luchas sociales
no se comprenden más como una confrontación entre sistemas que se
excluyen, sino más bien a partir del nuevo prestigio de los escándalos,
que impide discernir lo esencial de lo accesorio y diferenciar las
contradicciones fundamentales de las secundarias. No tanto el orden como
el mítico retorno a un orden inexistente, no tanto la autoridad como la
vulgar vocación de la erradicación social de los diferentes, constituyen
los elementos que tienden a exacerbar y reinventar en clave conservadora,
a los “nuevos” miedos como articuladores de la vida cotidiana y a la
vigencia de una democracia (también de baja intensidad), que se resiste a
admitir su incompatibilidad con la guerra, aunque de hecho la practica. En
un estado de emergencia permanente, los discursos políticos desbordan de
lugares comunes y apelaciones tan enfáticas como inconsistentes respecto
de la lucha que a diario se emprende (y se vuelve a emprender sin solución
de continuidad) contra el “desorden”, la “impunidad” y la “inseguridad”,
sin que siquiera nos percatemos de que esas mismas narrativas,
transmitidas en clave de amenazas, enmascaran o suprimen deliberadamente
cualquier tipo de propuesta dirigida a revertir las inéditas asimetrías
sociales de la tardomodernidad en nuestro margen. Una potencia del primer
mundo puede acudir en salvaguarda de los intereses de sus propias empresas
en la Argentina , a pesar del descalabro que en términos sociales las
mismas han ocasionado o podrían causar a los jubilados nacionales. Esto no
podría sorprender. Lo que llama la atención, es la inmediatez de las
alianzas entre los grandes multimedios (donde muchas de esas AFJP habrían
comprado acciones que son parte de sus ganancias) que ayudan a confundir y
direccionar a una clase media urbana que no alcanza a comprender siquiera
quiénes son los que colocan en riesgo sus propios ahorros y su acceso a
una jubilación digna, como ya lo hicieron con la escasa y anestesiada
conciencia de clase de los mismos sectores medios durante la puja entre el
Estado y el “lockout” patronal agropecuario o el conflicto por la
recuperación de una línea aérea de bandera. En todos los casos, los
titulares de los diarios de las metrópolis -aún los de la prensa
“socialista”- hablaron de estatismo, disparate, populismo, corrupción,
cajas, riesgo, o peligro. Es que el mundo se ha vuelto riesgoso, también,
para los sectores más concentrados del capital y sobre todo, para los
países centrales. Sólo que esta vez, del otro lado, no existe ni una clase
obrera ni una izquierda capaz de aglutinar a las grandes mayorías sociales
del planeta. Por ende, un nuevo y violento proceso de disciplinamiento se
podría abatir sobre las administraciones indóciles en América Latina.
Venezuela, Bolivia y la Argentina pueden dar testimonio de esta
prevención. La región acumula no solamente reservas monetarias, sino
importantes yacimientos acuíferos, energéticos (muy particularmente
petroleros) y alimenticios. La gran crisis no ha desestabilizado en
demasía -mal que le pese a la derecha- sus respectivas arquitecturas
políticas ni sus economías nacionales, y la creación del Consejo
Sudamericano de Defensa constituye una iniciativa original y protectiva en
términos securitarios continentales. Por lo demás, resulta tan difícil
como forzado vincular seriamente a las administraciones regionales con el
“terrorismo”, la moneda de cambio habitual cuando nos referimos a los
últimos intentos de disciplinamiento y control global punitivo llevados a
cabo por los Estados Unidos. Gramáticas hegemónicas y prácticas
contraculturales de administraciones nacionalistas keynesianas o
neosocialistas parecen resumir la contradicción política y estratégica
fundamental. Si el capitalismo en crisis decidiera resignificar un enemigo
externo, debería apelar tal vez a otros sujetos colectivos. El
narcotráfico, las maras, o el afloramiento de la violencia juvenil a la
que las fuerzas de seguridad nacionales no logran conjurar, son algunas de
las hipótesis de conflicto que podemos analizar. Las marchas y
concentraciones frente a episodios conmocionantes se nuclean en derredor
de discursos que pugnan por degradar el catálogo de libertades
decimonónicas compatibles con el programa constitucional, sin que esto
parezca preocupar demasiado, en aras de la “victoria” a lograr contra los
peligrosos. Ante este escenario verificable, llama la atención la falta de
objeciones orgánicas ante las nuevas "inseguridades", que se derivan
directamente de la vigencia del propio sistema de control social punitivo
(nacional e internacional), y la consecuente convalidación de ejercicios
punitivos de diversa naturaleza, que en la Argentina de los últimos años
se corporizaron en una multiplicidad de reformas de las leyes penales, la
derogación constante del plexo de garantías constitucionales como
consecuencia de un derecho penal de enemigo que se expresa
fundamentalmente en la sucesiva reforma de los códigos procesales, el
incremento sostenido de la población reclusa, una creciente sociología de
la enemistad, lógicas binarias y reduccionistas en términos político
criminales, una tendencia naturalizada a la criminalización de los
sectores más dinámicos de la sociedad (pobres, excluidos y jóvenes) y un
formidable y coordinado aparato propagandístico que exhibe a la
conflictividad y la violencia urbana en términos lisa y llanamente
bélicos.
Dicho de otra manera: aparecen muy claras las analogías conceptuales entre
la doctrina de la “guerra preventiva” y las medidas predelictuales de
política criminal , como las representaciones del nuevo realismo
criminológico de derecha y el derecho penal del enemigo, arraigadas de
manera preocupante en los sistemas de creencias hegemónicos de las
sociedades nacionales de este margen. La inquietante presencia de la
guerra, como vía restaurativa hipotética del imperio, caracterizada como
gigantescas intervenciones policiales a nivel internacional, podría
encontrar fácilmente las vías de acceso al corazón de los estados
latinoamericanos, algunos de ellos en pleno proceso de restauración
soberana.
Este nuevo contexto en la búsqueda de autonomía por parte de las naciones
hemisféricas no es gratuito ni sencillo en términos político criminales.
La “inseguridad” se exhibe en clave destituyente, y las respuestas
estatales no siempre (o casi nunca) alcanzan para disminuir una
preocupación que se multiplica intencionadamente desde los grandes medios
de comunicación de masas, que se coaligan con actores inéditos, tales como
las policías, fuerzas de seguridad hasta ahora ignotas y buena parte del
entramado judicial internacional.
5. LOS INTENTOS IMPERIALES DE CREAR UNA NUEVA “PRIMAVERA” EN SUDAMÉRICA
No deja de llamar la atención, en los últimos años, la utilización por
parte de las clases dominantes asociadas a los intereses imperialistas, de
mecanismos en apariencia legales, en distintos países latinoamericanos
(todos ellos, vale aclararlo, con gobiernos progresistas que se hallan en
pleno y arduo proceso articulador de un bloque unitario regional), con
objetivos claramente destituyentes.
El caso del Presidente Zelaya, es, por sus consecuencias consumadas, uno
de los más preocupantes. Pero no le van en zaga, desde luego, la asonada
policial contra Correa, el secuestro de Hugo Chávez, las campañas contra
el Presidente Maduro y su gestión,los embates recurrentes de sectores
corporativos en permanente proceso de realineamiento contra Cristina
Fernández de Kirchner, el acoso y bloqueo histórico contra Cuba, o el
desgaste sistemático ejercido contra Evo Morales, cuya última
manifestación queda a cargo de la propia policía, enancada en supuestos
reclamos sectoriales (no hace falta recordar el rol de la policía en
Ecuador, ni los análisis que dan cuenta que las policías encarnan el nuevo
brazo armado de los desbordes del poder punitivo en América Latina).
Finalmente, el juicio político orquestado contra el Presidente Lugo,
confirma que la derecha recurre actualmente a mecanismos que preservan una
fachada de pretendida legalidad (en este caso, la propia burocracia
judicial paraguaya), para intentar tumbar a determinados gobiernos, no por
sus errores (que los hay, y muchos), sino, justamente, por sus aciertos.
Esta metodología marca una evidente ruptura con las prácticas golpistas
clásicas de hace algunas décadas, pero expresan los mismos objetivos de
sometimiento.
Preocupa también la desinterpretación que de estos procesos históricos,
orquestados de manera sistemática en la región, hacen ciertos sectores de
la izquierda, siempre proclives a sumarse a muchos de estos
emprendimientos canallas y ser utilizados así como una suerte de corifeo
progresista legitimante, en el marco de estas novedosas formas de
interrumpir los ciclos institucionales elegidos por los pueblos de la
región.
Esto, también, parece ser un sino trágico que ha contribuido de manera
decisiva a la balcanización del Continente, a lo largo de toda su
historia. No es necesario realizar una reflexión demasiado exhaustiva,
para advertir que el Imperio juega sus fichas a la desestabilización de
varias democracias incipientes insumisas, de manera casi contemporánea,
porque no ignora la potencialidad de la América Latina en un contexto de
emergencia de nuevos bloques de poder.
En nuestro Continente sobran el agua, los alimentos y los minerales. Vale
decir, los elementos más preciados en el mundo entero.