Por primera vez desde
que el capitalismo financiero se constituyera en el nuevo paradigma hegemónico
global, Europa contempla cómo sus fronteras, todas ellas, arden en la pira de
las guerras de cuarta generación impulsadas, protagonizadas, estimuladas o
toleradas por Estados Unidos. La OTAN, reconvertida en la mayor alianza militar
ofensiva de la historia de la humanidad, no ha trepidado en establecer
conflictos que ya no domina ni controla en los Balcanes, Ucrania, Grecia,
Libia, Siria, Palestina, Irak, Irán, Turquía, Kurdistán, Afganistán e Israel.
El panorama no puede ser más complejo para la Unión Europea. Por eso se
comprende la estupefacción de Merkel frente al escatologismo tan infrecuente
como preciso del premier ruso. Al mismo tiempo, cuesta entender que no sea la canciller
alemana la que exprese las lógicas reservas y temores que se derivan del estado
de riesgo cierto e inminente en que la administración estadounidense ha
sumergido a Europa y a la totalidad de las naciones que la rodean. Es que, como
señala Jorge Alemán, el país de Merkel
seguirá traccionando a Europa porque su naturaleza histórica es compatible con
ese liderazgo, pero en modo alguno estará a resguardo de los cataclismos que el
imperialismo y la propia OTAN han provocado.
En otros términos, Alemania es demasiado grande para Europa, pero demasiado
pequeña para el mundo. Tanto es así, que la pretendida novedad de los
desplazamientos forzados le ha estallado en las manos y la ha obligado a
impulsar una política receptiva que contraría la posición categóricamente
refractaria que hasta hace poco tiempo occidente exhibía de cara a los trágicos
sucesos que por entonces se denominaban eufemísticamente
"migratorios". Esta disyuntiva importa el mayor riesgo desde la
reunificación de Alemania y pone a prueba su liderazgo en el eurobloque.
Quizás la necesidad de la conformación de un nuevo ejército ocupacional de
reserva explique el tránsito sin escala entre los campos de concentración para
inmigrantes (piadosamente denominados Centros de Internamiento) y el súbito
aperturismo europeo. El año 2014 marcó un récord de desplazamientos forzados hacia Europa de
centenares de miles de personas que se adentraban a la fosa común del
mediterráneo desde el Magreb, las regiones subsaharianas, Siria, Libia y otros
países desgarrados por la violencia homicida imperial. Tal como lo denunciara
Michel Collon en su libro "Libia, OTAN y mentiras mediáticas",
Estados Unidos y Europa sabían perfectamente que en la coalición anti Gadafi se
ocultaban organizaciones mafiosas dedicadas al tráfico de personas, que la
invasión occidental a Libia potenció, posibilitando un tráfico aluvional de
refugiados a través del Mediterráneo. El resto de las condiciones objetivas para
los desplazamientos forzados las crearon las multinacionales, saqueando los
recursos naturales de los países coloniales y diseminando la miseria por doquier. Lo cierto es que la guerra se ha expandido. Según consignan agencias no
occidentales, Israel tensa su relación con el gobierno sirio, mientras Rusia ha
formalizado su apoyo al país árabe contra el brutal embate terrorista, poniendo
seriamente en jaque la velada expectativa occidental de desatar una nueva
intervención humanitaria, esta vez contra Al Assad. Este cuadro de situación supone un nuevo factor de incertidumbre que complica
los pasos futuros de la OTAN, que ya comprobó en Crimea los quilates de la diplomacia
de Lavrov. Julian Assange acaba de revelar, además, que los planes estadounidenses para
derrocar al gobierno sirio datan de 2006. Casi una década después, es necesario
poner de manifiesto el origen de ese intento pertinaz y consecuente. El
encarnizamiento occidental contra Siria reconoce, como es dable esperar,
motivaciones que distan en gran medida de las que se explicitan. Al imperialismo
no le interesa, tampoco en este caso, promover la paz, la democracia y la
libertad de los pueblos. Si esto hubiera sido verdad, parando la guerra se
hubiera evitado el éxodo de refugiados más grande de los acaecidos después de
la II Guerra Mundial.
Pero además, hace pocos
días, Edward Snowden hizo público que los servicios de inteligencia de EEUU, el
Reino Unido e Israel habrían colaborado, vía Mossad, en la creación del Estado
Islámico de Irak y el Levante. Las razones verdaderas del asedio (que le ha
costado a Siria pérdidas equivalentes a casi tres productos brutos) se
relacionan mucho más con la realpolitik que expresan las
primaveras desestabilizadoras, que con valores propios de almas sensibles. Así
como la muerte brutal de Gadafi bien podría vincularse con la iniciativa que en
2009 había lanzado el líder libio respecto de la posibilidad de crear una
moneda africana única, ahora las motivaciones estadounidenses tienen que ver
con otras circunstancias que parecen fuera de toda discusión.
Siria es el único país árabe que no tiene deudas con el Fondo Monetario
Internacional ni con el Banco Mundial. Es, además, el único país del
Mediterráneo cuyo estado sigue siendo propietario de su empresa petrolera. Sus
reservas de petróleo alcanzan los 2.500 millones de barriles, cuya explotación
está reservada a la empresa oficial. Siria es el único país árabe que tiene una
Constitución Laica y está decididamente en contra de los extremismos
islamistas. Bashar Al Assad, cualquiera sea la caracterización que de su
gobierno pueda hacerse en occidente, es un líder que conserva altísimos
indicadores de aprobación social de su gestión. La tolerancia religiosa y el
nivel de conciencia social y política de la población del país es uno de los
más altos de la región.
Como siempre, las verdaderas razones de las guerras humanitarias deben leerse
en clave alternativa de las que esgrime la gigantesca maquinaria
propagandística occidental. Porque, como también señala Michel Collon, en las
guerras actuales, las mentiras preceden a las bombas.